El mejor invento para aliviar el trágico destino de los seres humanos, por encima de las creencias religiosas, es precisamente la tragedia. Por lo de la catarsis. Esquilo, Sófocles y Eurípides lo sabían perfectamente. Pero no sólo la tragedia; también la comedia es el invento definitivo, según el estado de ánimo con el que cada cual afronte ese aciago destino. Lo que nos lleva a concluir que, a la larga, el invento más extraordinario de la humanidad es la tragicomedia, una amalgama y asociación muy contradictoria y absurda, antinatural. Es decir, perfecta. Imposible determinar si la tragicomedia la inventó un trágico pasado de rosca, realmente desesperado, o un cómico con tendencias suicidas que se murió de risa, como el filósofo griego Crisipo, del siglo II aC, viendo a su burro comer higos, o el poeta renacentista Pietro Aretino, muy licencioso a la par que moralizante. Ambos supieron llevar la tragicomedia hasta las últimas consecuencias, y vendrían a ser los padres espirituales de todos los tragicómicos que en el mundo han sido, sin olvidar a Dante y su Divina Comedia, o a Balzac y su comedia humana.
Algunos críticos literarios prestigiosos consideran que decir tragicomedia es casi tautológico y redundante, pues hay tragedias desternillantes, y comedias que hielan la sangre en las venas, ambas cosa vienen a ser lo mismo, y todo depende de cómo prefieras mirarlas. Pero aviados estaríamos si hiciésemos caso a los críticos prestigiosos, esas aves de mal agüero. No, la tragedia y la comedia no son lo mismo, ni siquiera cuando todos acaban muertos, y de ahí la gracia de juntarlas en las proporciones adecuadas para lograr una poción curativa. Un alivio para los mortales cansados de sufrir. Qué sería de nosotros sin la invención de la tragicomedia. Reiríamos y lloraríamos a tontas y a locas, sin saber por qué, como bebés desamparados, un manojo de emociones sin causa aparente. La vida, en fin. Unir en dosis terapéuticas las grandes virtudes de la tragedia y las de la comedia, es fundamental para afrontar alegremente lo poco o mucho que nos quede de vida. Bienhechores hay de todo tipo, científicos o caritativos, pero ninguno tan necesario como los tragicómicos.