Terminaron la universidad juntos. Son de la misma edad. Se querían como nadie en el mundo. Pero un día llegó la fatalidad. Juan tuvo un accidente. El presunto culpable estaba drogado y bebido. Juan estuvo dos meses en la clínica y quedó parapléjico. Su novia iba todos los días a verle. Cuatro meses después se casaron. Juan, tal vez haya sido el hombre más afortunado que jamás he conocido; porque era, desde luego, el más amado. Lo amaron con denuedo sus padres antes de dejarle huérfano; lo amaron con algarabía la legión de amigos, a quienes contagiaba sus ganas de vivir; y lo amó, sobre todo, su mujer, su compañera fiel durante cuarenta años.
Muchas veces he tratado de imaginar el dolor aniquilador de aquella joven a la que un día infausto le comunicaron que su novio iba a quedar postrado para siempre. Juan le recomendó que iniciara una nueva vida lejos de él. Pero Margarita no quiso otro amor que el de aquel joven tullido; no quiso otro cuerpo que aquel cuerpo tronchado para siempre. Aprendió a lavar y curar sus heridas… durante cuarenta años, sin esperar nada a cambio. Juan murió.
Terminada la misa funeral, Margarita dirigió unas palabras de gratitud a los familiares y amigos que llenaban la iglesia. Fueron palabras quebradas por el llanto, pero poseídas de una rara dicha: la dicha de una mujer que se sabía más fecunda que ninguna otra mujer en el mundo, porque había amado más y había sido amada más que ninguna.