No sólo, pero este miércoles 8 de febrero he subido a un autobús de la EMT de Palma, más que nada, con la idea de contar mascarillas. O de gente que la llevaba y gente que no. Pongamos que la primera impresión ha sido que mitad y mitad. Este miércoles era el primero en que ya no era obligatoria. Desde el autobús, también te fijas en lo que sucede en otros que circulan por la calle. Hay chóferes con mascarilla y chóferes sin; igual que hay quienes suben con los ojos muy abiertos para, supongo que con la misma idea que yo, mirar (y analizar) quién había dado por cerrada esa época que se inició en 2020 y quién no. En ese bus de allá, eso lo observo ya desde la calle, hay unos periodistas con cámara; supongo que tomando imágenes y preguntando por qué llevan cubrebocas (cubrebocas fue una palabra que aprendimos a utilizar durante la pandemia) o por qué no. Se podría escribir una historia de estos años desde el autobús.
En marzo de 2020, cuando se decretó el confinamiento, los autobuses de Palma todavía no llevaban mamparas (ahora ya las llevan todos) y era muy curioso: no se podía subir por la puerta delantera, que es donde están las máquinas para las tarjetas ciudadanas, y no se podía pagar con dinero en efectivo. Casi nadie viajaba en autobús, sólo quienes siguieron trabajando por estar incluidos en esas situaciones excepcionales que marcó el estado de alarma; los buses habían limitado tanto su circulación que pasaban por la parada cada hora o así.
Podías viajar sin pagar pero yo sólo vi gente que se acercaba a la máquina y pasaba su tarjeta. Fue cuando entendí eso del imperativo categórico de Kant, aunque suene un poco pedante: hacer lo que crees que tienes que hacer aunque nadie te obligue. Todo el mundo tiene historias relacionadas con la mascarilla. Ahora, de lo que se trata es de quitarse la venda de los ojos. Con independencia de la mascarilla.