De ser yo algo más inteligente y mucho menos perezoso y dado a la divagación, a estas alturas quizá sería el reconocido autor de una Anatomía de la inteligencia en dos o tres tomos, a la manera de la obra maestra publicada en 1621 Anatomía de la melancolía, del clérigo erudito Robert Burton, celebérrimo por su maliciosa sonrisita, que mi psiquiatra me regaló hace treinta años y no he dejado de leer desde entonces a modo de terapia anímica. Burton avisa en el prólogo que «escribo sobre la melancolía para parecer ocupado y evitar así la melancolía», excelente remedio que de no ser yo tan vago habría imitado. Nunca redactaré una extensa Anatomía de la inteligencia, pero a fin de parecer ocupado, bien puedo hacer un párrafo. En el interior de las cabezas, al ser muy ligeras y frívolas, las tonterías rebotan en las paredes del cráneo, zumban, van de aquí para allá sin descanso y sin lograr acomodo, no se están quietas jamás. Su afán de comunicarse y expandirse por doquier es extraordinario. Las grandes ideas y las obras maestras, en cambio, debido a su pesadez se posan en el fondo del cerebro (donde tengo a Robert Burton) en forma de grumo cultural, y de ahí que los eruditos suelan ser gente de cuello corto, y parezcan generalmente con la cabeza hundida entre los hombros y la barbilla hincada en el pecho. No es que estén cavilando, es el lastre del grumo que acarrean y les hunde sobre sí mismos. No sé qué es peor.
En estas cuestiones intelectuales, hay que escoger entre el zumbido tonto, que genera una bruma cerebral similar a la que rodea las tabernas portuarias o los campanarios de remotas iglesias, y el aplastamiento de las vértebras cervicales. El peso de la sabiduría, que si se desplaza te escora los sesos. La inteligencia y la anatomía tienen problemas de encaje, nunca se han llevado bien. No es fácil equilibrar la proporción de tonterías y obras maestras que permita cierta estabilidad mental. ¿Y cómo podríamos complicar esto más? La inteligencia artificial, exenta de anatomía y que se llevase en el bolsillo de la camisa como un boli, sería la solución. Salvo que la cabrona empezase a exigir cuerpo propio, y a susurrar «mi anatomía, mi anatomía…».