El único ser que reúne todas las condiciones para ser Dios es sin duda el universo. El Dios que han adorado las religiones occidentales no puede ser tal, puesto que es un fantasma y los fantasmas no pueden existir. No pueden existir porque sin materia no puede haber nada, ni siquiera espíritu. Vivimos en un universo esencialmente material. Que esta materia tenga sus propias conciencias no la hacen menos material, solo que goza de capacidades para ser depósito y expresión de facultades espirituales. Pero estas capacidades no le hace estrictamente espiritual ya que precisa de la materia para poder consignarlas y ejercerlas. La materia es el depósito imprescindible de las facultades espirituales. Por eso, el Dios verdadero no está en ningún cielo, sino que es desde los árboles que nos aclimatan hasta los astros que nos alumbran y maravillan. Es el universo como totalidad.
Que este error se haya producido y haya persistido tiene una lógica, porque los seres materiales poseemos manifestaciones espirituales, pero es innegable que esta espiritualidad brota y se experimenta mediante nuestra materia. Cristianamente se podría decir que es nuestra alma. Cuando esta materia desaparece, la espiritualidad, más allá de toda conmemoración, también se ausenta. Si el universo careciese de materia no habría ninguna posibilidad para la espiritualidad. Lo que resulta menos razonable es que este equívoco haya perdurado tanto tiempo, puesto que el ser humano es el ser más lúcido del universo. Esta lucidez hace inaudito que de los muchos sabios habidos ninguno haya visto algo tan simple y elemental. Posiblemente se deba a que desde un principio se dio como obvio que materia y espiritualidad no solamente eran entidades diferentes, sino que eran opuestas. Por la gravedad del error, resulta de un alcance decisivo que ha malbaratado sustancialmente el conocimiento y el comportamiento humano.
Resulta inaudito que el hombre, que desde su nacimiento ha estado buscando a Dios no lo haya encontrado y haya tenido que venir un lego como el que suscribe para advertir que ese ser que estamos buscando desde que vivimos sobre la tierra no está en los cielos ni en ningún sitio recóndito, sino que está aquí mismo y que sentirlo no solo es posible sino inevitable. Sinceramente, creo que el gran error cometido por la humanidad ha sido considerar desde un principio que Dios tenía que ser alguien tan extraordinario que resultaba inconcebible poder aceptar que estuviese no solamente a nuestro alcance, sino que, por razones circunstanciales, nuestros sentidos no pudiesen evitar percibirlo. Es como estas adivinanzas que hacen devanar los sesos para buscar la solución y que al encontrarla vemos que lo que nos dificultaba para hallarla era su extrema evidencia.
Ahora, sabiendo que conocemos a Dios como conocemos al vecino con el que cada mañana nos saludamos, deberíamos pensar cómo encajamos esta nueva visión en nuestra mente y nuestra vida para mejor digerir un concepto tan fundamental para nuestra conciencia y comportamiento. En todo caso, lo primero que debemos hacer es intentar asumir que el Dios fantasma que nos habían inculcado desde tiempos ancestrales era una invención sin ninguna base, y que el real solo puede ser el universo, donde está ubicada la totalidad de lo existente. Esto debería ser relativamente fácil de asumir por parte de muchos, porque su comportamiento ya demuestra que así lo entienden, de todos ellos los primeros son los ecologistas aunque no lo verbalicen; los que están más alejados deberían esforzarse en verlo porque es la única forma de poder salvar el planeta.