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Recuerdo cuando el movimiento punk entró tímidamente en España, con años de retraso porque la dictadura todavía estaba viva. En aquellos ochenta tenebrosos, valientes y divertidos a partes iguales unos pocos se atrevieron a raparse el pelo dejándose llamativas crestas pintadas de colores, a taladrarse el cuerpo para meterse piezas metálicas y a lucir pantalones de cuero con botas con tachuelas. La epidemia de adicción a la heroína acabó con muchos de ellos. A los otros se los comieron las grandes marcas de moda. Sí, aunque parezca ridículo, porque lo es. Las grandes corporaciones tienen un modo efectivísimo de desmontar cualquier movimiento social: convertirlo en moda. Diseñadores y fábricas patentaron las tachuelas, el cuero y las cadenas, aunque en vez de perforarse la carne podían llevarse como accesorio. La música de radiofórmula aceptó algunas de las premisas punkies y las crestas capilares pasaron a mejor vida. Divas como Madonna asumieron ese look suavizado y el mass media se encargó de adulterarlo hasta convertirlo en algo deseable, comprable. Hoy el gran reto es la sostenibilidad, esa cansina canción con la que nos machacan día y noche. Si no comulgamos nos caerá encima el apocalipsis. Eso dicen desde el púlpito todos los poderosos y hasta los mindundis del mundo. En esa cruzada, curiosamente, ya han entrado multinacionales del consumo como Zara y H&M, que se han apuntado al negocio emergente de la ropa de segunda mano. Si no puedes contra ellos, únete a ellos. Es una estrategia de toda la vida. Igual que se comieron el punk para convertirlo en dinero, ahora se comerán la sostenibilidad para que el negocio no se detenga.

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