El World Wide Fund for Nature (WWF) y la Sociedad Zoológica de Londres acaban de publicar un informe que confirma una vez más lo que biólogos y medioambientalistas llevan décadas advirtiendo: la vida salvaje está agonizando. En los últimos cincuenta años las plantas y sobre todo los animales están desapareciendo. El descenso de las poblaciones de especies de vertebrados en ese periodo ha sido del 70 %, aunque otros estudios señalan que a los insectos y resto de fauna no les va mucho mejor.
Las causas, las de siempre, y todas de origen humano: degradación de hábitats; contaminación, sobreexplotación (pensemos en la pesca y los bosques, por ejemplo); cambio en los usos del suelo (expansión de las ciudades, de las autopistas, puertos y otras infraestructuras, y expansión de la agricultura, en gran medida para alimentar ganado y hacer ropa); incendios; especies invasoras y, cómo no, el cambio climático, todo ello muy relacionado entre sí. Aunque afecta a todo el planeta, Sudamérica y África se llevan la peor parte: en Sudamérica, el exterminio de la vida animal alcanza un asombroso 94 %.
Junto con el cambio climático y el agotamiento paulatino de la energía y los materiales, la pérdida acelerada e irreversible de biodiversidad es uno de los jinetes del apocalipsis que nos llevan a un cada vez más probable colapso ecosocial. Ningún ecosistema puede resistir semejante estropicio. Los ecosistemas son delicados equilibrios en los que al tocar un elemento se desbaratan cientos de otros elementos. Las humildes abejas resultan cruciales en este entramado, al ser las polinizadoras de la mayoría de nuestros alimentos. Además de alimentos, la biodiversidad nos proporciona agua potable, regenera el suelo, regula las enfermedades y el clima y crea bellos paisajes.
En 1962, la pionera ambientalista Rachel Carson avisaba en Primavera silenciosa de que nos estamos quedando solos en el planeta. Ya no hay apenas gorriones, luciérnagas, grillos ni mariposas, y en un futuro no muy lejano tal vez no habrá comida. Cuanto antes abordemos el cambio del vigente modo de producción y de consumo, mejor para los animales y mejor para nosotros, que somos, al fin y al cabo, una mera parte de ellos.