Durante mis pasadas vacaciones, pude comprobar cómo el periódico de mayor tirada de Galicia dedicaba al fallecimiento de Isabel II, cuando ésta llevaba cuatro días muerta, la asombrosa cantidad de dieciséis páginas completas y casi toda la portada. La pasión monárquica del Reino Unido nos alcanza –intentan extenderla– de forma incomprensible en el siglo XXI.
Las monarquías apelan a la emoción más que a la razón, a la historia más que a la realidad y a la tradición más que a los problemas actuales. Representan la conquista, los imperios, el colonialismo, la jerarquía y el clasismo más extremo. La institución monárquica significa que unos son mejores que otros por nacimiento. Es el recordatorio perenne de la desigualdad estructurada y bendecida, y es irracional y poco o nada democrática.
Resultó asombroso ver a comunidades españolas decretando tres días de luto, presentadores de televisiones españolas con corbata negra, dando las noticias del sepelio con el tono de quien supone que todos somos monárquicos y estamos muertos de pena.
Al final, resulta que Isabel II, antaño reina de la Pérfida Albión, era la reina de reyes, la reina de Occidente, y nosotros sin saberlo.