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Colecho

| Palma |

Acabo de descubrir que eso que hacía décadas, siglos casi, que se había abandonado en pos del progreso, retorna como la modernidad máxima. Ahora le llaman colecho y consiste en que padres y niños duermen todos juntos. Como se hacía cuando las viviendas eran tan pequeñas que no daban para preservar intimidades. Se ve que es una práctica no exenta de polémica, porque mientras unos lo recomiendan –dicen que en Japón, que no es una raza precisamente afectuosa, se hace hasta que los nenes tienen siete años– para fortalecer vínculos y mejorar la autoestima de los críos, a otros les da tembleque pensar que los bebés más pequeños puedan morir aplastados por sus progenitores. Como todo en esta vida, hay talibanes en contra y a favor y defenderán sus posturas con idéntica fogosidad.

Yo, que soy bastante práctica, prefiero fijarme en la realidad: ¿cómo conciliamos esa idea de permanecer siempre cerca de nuestro bebé si nos obligan a abandonarlo en manos ajenas a las 16 semanas de nacer? ¿Qué papel juegan aquí las guarderías –en muchos casos auténticos aparcamientos de niños– si queremos (necesitamos) retomar nuestra vida laboral a pesar de haber sido madres? El modelo tradicional de mamás apegadas a sus niños, de mujeres –abuelas, tías, hermanas, cuñadas– pendientes en todo momento de la crianza de los pequeños, de una rica vida comunitaria y de apegos inalterables e intergeneracionales hace tiempo que pasó a la historia.

Al menos en Occidente. Aquí lo que prima es funcionar, producir, consumir, fabricar, vender y comprar. El mundo de los afectos, de las emociones, eso de perder el tiempo en caricias, contar cuentos, el dolce far niente, se considera un desperdicio.

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