El pasado mes se estrenó la película de Adam McKay No mires arriba, una alegoría sobre el cambio climático y la conducta humana disfrazada de cine de catástrofes. No se la pierdan. Constituye una sátira descarnada del consumismo, codicia, cortoplacismo, ceguera y estupidez que parecen presidir nuestras actuales sociedades de la imagen, del narcisismo y del hedonismo. Por sus imágenes desfilan una presidenta de los Estados Unidos que es un cruce entre Donald Trump y Sarah Palin, asesorada por un hijo ministro (el nepotismo hace tiempo que llegó a la política) que viene a ser George W. o Jeb Bush. Junto a la delirante política del siglo XXI, la cinta vapulea sin piedad a los medios de comunicación de masas y las redes sociales, así como a los gurús tecnológicos de empresa privada en un hilarante personaje que resulta ser un trasunto de Elon Musk, Jeff Bezos, Bill Gates, Richard Branson y Steve Jobs juntos.
La película no profundiza demasiado en el sistema socioeconómico que nos ha llevado al precipicio, pero critica la sumisión de la política a la economía capitalista y lo absurdo del propio sistema –la «irresponsabilidad organizada», que decía el sociólogo Ulrich Beck–, lo que no deja de constituir un notable mérito para una producción made in Hollywood. Cinematográficamente es una mala película, una comedia de brocha gorda y por momentos zafia sin complejos (y hasta cursi), pero su mensaje es enormemente acertado. Y esa metaironía es precisamente uno de los signos de los tiempos: que las más terribles tragedias sólo son atendidas si se presentan en formato de entretenimiento frívolo y superficial.
Adicionalmente, No mires arriba ofrece una impagable reflexión sobre el síndrome de Casandra. En la mitología griega, Casandra tenía el don de ver el futuro, pero estaba condenada a su vez a no ser creída nunca. Numerosos científicos, naturales y sociales, y yo mismo, nos hemos visto reflejados en los protagonistas: hemos sufrido durante años en nuestras carnes el negacionismo burlón, la estúpida «tecnofé», la ignorancia cerril y, peor aún, el no querer saber. Es decir, sentimos la impotencia de ver cómo la humanidad se niega con ruido y furia a salvarse, presa de un insensato sistema político, económico, social y cultural que la ha fagocitado. Gracias, Adam McKay.