Lo que está sucediendo en La Palma, Canarias, es un drama de tal calado que a uno lo deja perplejo… de pura tristeza. Quedarse sin tu casa y en la calle, después de la muerte, es lo más trágico que le puede suceder a una persona. La dura ceguera del volcán y de toda la naturaleza ante el sufrimiento humano, es de una crueldad insoportable. El gobierno ha prometido ayudas… ¿Para cuándo? Porque Lorca, la población de Murcia que sufrió un terremoto, estuvo años esperando. Esperemos que la visita de Sánchez, el hombre feliz y de felices augurios, a la isla del fuego, no sea otro de sus NODOS que luego se quedan en eso.
El inhumano cinismo de muchos jefes políticos, y aquí no reparo en partidos, me llega a dar escalofríos por la falta de humanidad, empatía y de sentido de estado que demuestran. Ni la tragedia de La Palma ni el padecimiento de sus habitantes, se merecerían ese olvido o maltrato. Pero ahora, regresando al tema de la Isla y a sus volcanes, uno se pregunta, qué demonios hacían ahí esas casas, si se sabía que el volcán en su interior estaba activo y que en cualquier momento se podía despertar y convertirse en el mar de lava y destrucción en el que se ha convertido.
No quiero señalar a los culpables porque tanto lo son las autoridades que permitieron que se construyera en ese lugar como las personas que, sabiendo el peligro que corrían, las construyeron. Su argumento: que el volcán lleva cincuenta años durmiendo. ¡Como si medio siglo significase algo para los ritmos de la geología! Si fuéramos conscientes de eso y, llevados por la ambición, no huyéramos ni se nos permitiera huir de la realidad, muchas catástrofes serían evitables: No construir en la ribera de ríos y torrentes y mantener sus cauces bien limpios; en el caso de una zona con movimientos sísmicos, construir los edificios sobre arena para que al haber terremotos no se pudieran romper y derrumbarse, mantener limpios los caminos de los bosques por si hay incendios, etc. Sí, ya sé que esto es caro y que “casi nunca pasa nada”… hasta que pasa, y entonces llega la tragedia y, demasiado tarde, nos rasgamos las vestiduras por un excesivo precio humano y económico que, si hubiéramos aprendido de la historia, hubiésemos podido evitar.