El tremendo descenso de la natalidad como consecuencia de la crisis pandémica ha acentuado solo una tendencia irrefrenable en todas las sociedades occidentales de unos años a esta parte. Andamos tan ocupados en mirarnos el ombligo y en cultivar el hedonismo individual que se hace muy complicado para cualquier pareja –otro concepto en franca crisis– plantearse un proyecto vital familiar.
Y si antaño se veían los hijos como una inversión –cuantos más, mejor–, hoy parece como si tener descendencia fuera una carga inasumible, desde el punto de vista no solo económico, sino también en términos de realización personal de los adultos, curiosamente cada vez más infantilizados.
No es ajeno a ello el severo ataque a la trascendencia del ser humano que practica la izquierda laicista. La dimensión espiritual del individuo se pretende ocultar, al punto que ya no solo se niega cualquier dimensión pública de la religión, sino también de ámbitos de espiritualidad no necesariamente religiosos, inmanentes a cualquier ser humano.
Y, en este contexto, Balears encabeza récords de baja natalidad. Nos salvamos porque muchos de los que viven y trabajan en nuestra tierra son ciudadanos que provienen de otras culturas, en las que todavía la familia y los niños ocupan un lugar esencial.
Palma, sin ir más lejos, se autoproclama ciutat amiga de la infància i l'adolescència , marchamo político absolutamente vacío de contenido porque, en primer lugar ¿de qué niños estamos hablando, si no los habrá?
El individuo como eje de la existencia –el egoísmo, en suma– está desplazando a la familia como núcleo esencial de nuestra sociedad. Se aprueban multitud de leyes que pretenden proteger derechos individuales de los ciudadanos, incluso de las minorías menos significativas en términos cuantitativos de peso social. Sin embargo, nos hemos olvidado por completo de proteger la propia supervivencia de nuestra especie, nuestra cultura y el entorno familiar en el que esta prospera y se hace viable.
Y lo estamos palpando a diario. Los llamados boomers –nacidos en los sesenta y setenta del siglo pasado– vamos a ver reducidas significativamente las prestaciones económicas que nos tenía que proporcionar ese Estado que pomposa y falsamente llamamos ‘del bienestar', y la razón no es otra que los que nos sucedieron y ahora tienen edad reproductiva renuncian a tener hijos. Es muy posible que se amparen en las dificultades económicas y laborales que atraviesan, que obviamente son ciertas. Qué pareja puede acceder hoy a un crédito, si ni siquiera logra en muchos casos tener un trabajo digno. Pero esta dificultad, sin duda importante, no alcanza a tapar la realidad de una sociedad absolutamente volcada en la satisfacción de los más variados caprichos de cada individuo, incapaz de asumir conceptos como el del sacrificio personal. Cada vez es más común que alguien comente que no piensa tener hijos en modo alguno, y no porque no reúna los requisitos de bienestar adecuados para hacer frente a este hecho, sino porque en su plan de vida no entra el tener que responsabilizarse de nuevas vidas, tributarias de cuidados y sacrificios vitalicios.
Vivimos en un mundo en el que prima el amor propio por encima de todo. Y una sociedad sin niños es una sociedad triste y muerta.