El acuerdo del G7 sobre una reforma del sistema fiscal global, rubricado en Londres, supondrá mayores contribuciones fiscales para las grandes empresas tecnológicas. Éstas deberán cotizar el impuesto de sociedades en los lugares donde operan, de manera que esto ataca de forma directa la elusión fiscal conocida hasta la fecha. El mínimo acordado es de un 15 %, a partir de la propuesta de Estados Unidos, que incluso solicitaba un porcentaje que superaba ligeramente el 20 %. La espoleta de este histórico pacto: las consecuencias de las medidas adoptadas para hacer frente al coronavirus por parte de los gobiernos. Desenlaces que están suponiendo incrementos relevantes en las deudas públicas y, además, fuertes desequilibrios presupuestarios y expansiones del déficit público.
A los grandes retos que tiene la economía mundial, como la lucha contra el cambio climático, los desafíos demográficos, la digitalización en la producción y en los servicios, la movilidad sostenible, la transición energética, se debe añadir el impacto demoledor de la crisis vírica. Urge financiación para encarar todo esto. Para ello, se ha abordado por el G7 un aspecto que algunos economistas veníamos reclamando ya desde la Gran Recesión: la necesidad de revisar el entramado fiscal de las naciones; y, a su vez, la perentoriedad por trabajar en tasas y/o impuestos de perfil global. De hecho, debe recordarse que autores como Thomas Piketty y Gabriel Zucman ya proponían en 2012 figuras tributarias de carácter internacional, simétricas para evitar movimientos especulativos de capital, que incidían sobre el patrimonio. Y que trataban de combatir las economías offshore y sus opacidades fiscales. Lo acordado en Londres incide en lo comentado, ya que trata de:
- Acoplar la fiscalidad al desarrollo imparable de la era digital;
- Avanzar en la coordinación fiscal, con el objetivo de evitar asimetrías;
- Eliminar los dumpings fiscales, acciones que implican, en el medio plazo, la caída en las recaudaciones tributarias y, por tanto, la menor efectividad del gasto público.
Según indica Zucman (La riqueza oculta de las naciones, Pasado&Presente, Barcelona, 2013), en los paraísos fiscales se ocultan unos 6 billones de euros: ello infiere un fraude, un verdadero robo a los estados, que supera los 130.000 millones de euros. Hagámonos una idea más precisa: en seis años, aflorar ese dinero negro permitiría recuperar prácticamente la partida de 750.000 millones de euros que se han puesto en marcha para desplegar el NGEU. La magnitud es de impresión, y no se detiene aquí. En efecto, según cálculos del Observatorio Fiscal de la Unión Europea, incrementar el impuesto mínimo al 25 % supondría casi cuatro veces más ingresos que el del 15 %: de unos 48.000 millones de euros en el caso del 15 % a cerca de 170.000 millones con el 25 % y 270.000 millones si hablásemos del 30 % (véase: el Informe aquí).
La medida, muy positiva, es exponente de un avance hacia gobernanzas mundiales de las finanzas públicas, que eviten competencias desleales.