Una de las desgracias mayores que le sucedió al escritor alemán Johann Paul Friedrich Richter (1763-1825) fue que le amputaron parte de un texto genial que tituló Sueño . Toda amputación, cuando no es olvido sino pretensión es censura, pero cuando lo que se amputa es el final que da sentido a todo lo anterior, es traición. Fue obra de la traducción al francés, vía por la cual el texto llegó a los otros países. Y bien que le vino a aquella Europa que ya iba poniendo los cimientos al nihilismo. Con gozo, el continente leyó la ficción de Jean Paul que describía a los muertos gritando: «Jesús, ¿es que no hay Dios? Y él respondió: No lo hay. ¿Es que no tenemos padre? Y, llorando, respondió: Ni yo ni vosotros tenemos padre». Y no leyeron más, porque lo siguiente había sido amputado. Después vino Rilke haciendo de Jesús un hijo rebelde: «Dios, ¡ay cómo has abusado, para luchar contigo vine aquí».
Algunos siguen amputando hoy el sentido último del texto evangélico: a la Semana Santa le prescriben su viernes, pero le proscriben su domingo. Todavía dicen amén, pero no les sale el aleluya. Permiten que Cristo ocupe la cruz entera, pero no que su sepulcro esté vacío. Aceptan al difunto y no al viviente.