Al final ha habido lo que los dirigentes de las dos partes querían que hubiese. Un enfrentamiento institucional insólito. Se hubiera podido evitar. Pero ya está hecho. Ha pasado y las cosas en las próximas semanas van a empeorar. Y a las dos partes les interesa.
En efecto, Mariano Rajoy y el PP hubieran podido negociar políticamente con los independentistas -¿acaso no lo hacen con los vascos?- a lo largo de los últimos cinco años para rebajar la tensión y buscar ámbitos de acuerdo para que en el futuro se pudiera llegar a un acuerdo sobre un referéndum que la Constitución no impide. Es mentira que lo haga. El gobierno puede convocar una consulta -esto sí, no vinculante- en Cataluña sobre si quieren ser independientes. Y para hacerlo podría haber negociado, pongamos por caso, que se hiciera a medio plazo y con todas las garantías. No hubiera pasado nada, más allá de los aullidos amenazadores de la ultraderecha. Pero el PP no quiso. Porque le interesa mantener viva la polémica. Por la misma razón que la creó con su destructivo recurso al Constitucional contra la reforma del Estatuto catalán: porque le da votos en el resto de España.
La otra parte no está libre de culpas. Es cierto que un demócrata no puede oponerse a la voluntad expresada por la mayoría -debidamente creada, como es el caso catalán- de los representantes de los ciudadanos de una parte de un territorio, aunque sea la de desgajarse del país al que pertenece. El ejemplo de Escocia -legalmente parte del Reino Unido “para siempre”, según se lee en el Acta de Unión de 1707- es válido: se podría haber argüido esta ley para impedir el referéndum escocés y sin embargo el primer ministro británico, David Cameron, explicó ante los Comunes que ninguna ley puede estar por encima de la democracia. A ver si en Madrid aprenden. No obstante, esto no significa que Barcelona sea inmaculada. En el fondo Puigdemont y sus muchachos usan también el “proceso” tácticamente. Para crear la máxima tensión política posible a costa de la ley -y esto no es lo mismo que lo dicho antes, aunque algunos no tengan cerebro para entenderlo- con la intención de ir a las futuras, no muy lejanas, elecciones de la mejor forma posible para sus intereses.
El resultado del empecinamiento de las dos partes es el que tenemos. Un problema morrocotudo.
Y finalmente: estar al margen de las dos partes exaltadas no es equidistancia sino sentido común democrático y por ende aceptar que se puede hacer un referéndum de separación de España, diga lo que diga la Constitución -siguiendo el ejemplo de Londres que convocó el escocés-, pero no puede hacerse sin las garantías democráticas que la comunidad internacional -tal y como se reconoce incluso en el informe de la Comisión de Venecia, muy favorable a los nacionalistas- ha exigido siempre -el último caso, en Colombia para el de la paz con la guerrilla- como previas a cualquier evaluación del mínimo de participación válida, de cómo ha de ser la pregunta, etc.: uno, que quien convoca debe ser una autoridad a la que se le reconoce esta capacidad por parte de todas, o la inmensa mayoría de, las sensibilidades políticas diferentes que existen en el territorio; dos, que se hace con el censo conocido previamente con el tiempo suficiente para ser, si fuera el caso, depurado y rectificado por el cuerpo electoral; y tres, que la autoridad que supervisa todo el proceso debe ser judicial. Ninguna de las tres concurre en Barcelona.
Así que, en resumen, no todo se pierde por el mismo lado y cada parte tiene su alícuota porción de culpa en este desaguisado que han montado Madrid y Barcelona. Y ahora a ver cómo nos salimos de esto. No será fácil.