Un diseño móvil con forma de ballena cuelga del techo. A sus pies, sobre la mesa de trabajo, reposa una Biblia con las tapas negras como el averno del que trata de ahuyentarnos. Nos encontramos en el taller de Giovanni Lonardo, un artesano capaz de hacer –casi– cualquier cosa con sus manos. Desde un harpa, una viola de gamba o un violín, hasta una lámpara, colgantes cinéticos móviles o una pequeña embarcación de madera. Una preciosidad que cautiva mi atención con solo mirarla.
Giovanni vuelve la vista y señala a la ballena –en la imagen que acompaña este reportaje–, «es Moby Dick», apunta. Al reparar en su figura flotando sobre la Biblia me atraviesa el recuerdo de la novela de Herman Melville, ese retrato feroz de unos personajes que luchan por su supervivencia, tipos toscos sobre los que impera un inquebrantable código de honor. Moby Dick escudriña los destinos del hombre distanciado de su hábitat natural, de pie frente a la Naturaleza y Dios, con sus pasiones, sus dudas y sus vicios, y esa inconcebible miseria que, precisamente, pasaría a ser el gran tema de la literatura Americana en años venideros. Y pieso que esa biblia que observa el sigiloso vaivén del cetáceo desprende un poderoso simbolismo. Y es que nuestro protagonista también se refugia del mundo para confrontar su oficio, su pasión, con las manos desnudas como aquellos rudos marinos.
Aunque se da un aire al humorista Leo Harlem, ni la verborrea ni el humor asoman en su trato. De su boca salen las palabras justas, deslizadas con una parsimonia casi perezosa. Pero su mirada se enciende como ascuas de carbón cuando habla de su obra. «Siempre he trabajado con las manos, los instrumentos musicales son muy interesantes, son complejos y me producen mucha satisfacción. Después de estar meses trabajando con las maderitas en la soledad del taller, escuchas el sonido del instrumento y… bufff… es un momento sobrecogedor». Tras la universidad trabajó como restaurador, «el diseño siempre me ha gustado», de ahí que decidiera abandonar su Roma natal y viajar a Cremona, una ciudad que, además de café espresso y dolce vita, es reconocida por la fabricación artesanal de violines, gracias a los prestigiosos luthiers que allí vivieron pero también por los bosques de abetos y arces que rodean la ciudad y que suministran las maderas para su fabricación.
Tras su paso por Cremona «me perdí en Mallorca y ya son veinte años que llevo aquí». Se desempeña en un punto perdido de la Isla bajo el nombre de Artigiano, comenzó haciendo arpas, pero «ahora estoy volviendo a la lutheria clásica con violines». Me muestra el modelo en el que está trabajando: «Es el primero tras veinte años sin hacer ninguno y este año espero hacer otro». Asegura que son necesarias 200 horas para fabricar uno, aunque «yo estoy invertiendo un poco más». El modelo que esgrime en sus manos «se inspira en un diseño de Amati», dice mientras lo acaricia. Desde el suelo le observa celosa Serpina, una afectuosa gatita con el lomo atigrado.
Aunque también se ha especializado en otros instrumentos –«son muy interesantes y complejos, me produce mucha satisfacción trabajar con ellos»–, lo cierto es que nada se resiste a su curiosidad: «Hago cualquier cosa que se me pase por la cabeza: lámparas, embarcaciones… Mira, esa de ahí la acabé en dos meses» y señala a la preciosidad que me cautivó nada más entrar. Como todos los artistas, Giovanni ha aprendido a encajar el fracaso, «cuando te enfrentas a un reto unas veces se gana y otras se pierde», reconoce con deportividad. Se describe como un tipo «perfeccionista, paciente y disciplinado, sin esas pautas no se puede crear», zanja.