«La mujer que viene tiene una mente creativa, incandescente, capaz de transmitir emociones sin impedimento…» Así describía Virginia Woolf a la mujer que se abría paso en el primer tercio del siglo XX, cuando los avances sociales aún viajaban en el vagón de cola. Woolf proyectaba el futuro con certeza visionaria, bosquejando el retrato de profesionales capaces y empoderadas, con libertad creativa para orientar su vida hacia el lugar donde las llevase el corazón.
El anhelado cambio no estaba, precisamente, a la vuelta de la esquina, pero las bases estaban sentadas. Todo ello me hace pensar en Joana Maria Buades, una de tantas mujeres trabajadoras, incansables, artesanas de un oficio que aman. Con ella hemos charlado, trazando una parábola que parte de sus inicios profesionales hasta la culminación de un sueño: crear un taller de cocina en el que fusiona sus dos pasiones, los niños y la comida.
Trayectoria
La de Joana es la historia de una vida que discurre firme y segura, pero que ahoga un grito de rebeldía. «Estudié Hostelería, quería abrir un restaurante, pero mis padres me lo sacaron de la cabeza, así que me saqué Graduado Social y abrí una asesoría, pero aquel trabajo aburrido no me llenaba». Por suerte, como a un personaje de Jane Austen, el destino le reservaba un sorprendente giro. Lo triste es que se hizo de rogar 22 años. Pero como no hay mal que cien años dure, abandonó aquella oficina gris para sacarse «la espina que tenía clavada». De esa guisa nacía Petit Cuiner, un taller de cocina para niños en el que reconoce sentirse «llena y renacida».
Los fogones le llamaron la atención desde tierna edad. «Mi madre y mi abuela cocinaban muy bien, me gustaba verlas y aprender los trucos de su cocina tradicional, que es la que traslado al taller, siempre bajo los preceptos de la ‘cocina saludable'». Reparen en el término porque no deja de repetirlo como un mantra. «Es que trabajamos mucho la cocina saludable, hemos evolucionado mucho en los últimos años y eliminamos en la medida de lo posible el azúcar refinado, las harinas blancas y grasas; hacemos una cocina de base de sofrito y utilizamos mucha verdura», matiza.
Más allá de su entusiasmo por los niños y su pasión por la cocina, le preguntamos qué la impulsó a abrir el taller. «Veía que los niños están muy mal alimentados debido al estilo de vida tan acelerado que llevamos». Reconoce que, «desde el momento en que lo monté, ha tenido mucho éxito». El curso comprende los nueve meses escolares y, para sorpresa de muchos, «son los propios niños quienes piden a sus padres que les apunten, parte de culpa la tiene Masterchef». A diferencia de la clásica escuela de hostelería, donde un día aprenderían a hacer salsas y otro a preparar masa, los niños quieren resultados inmediatos, «por eso hacemos recetas variadas, cada día una salada y otra dulce». Las clases duran hora y media, en la que «aprenden mientras cocinan, y también a desenvolverse en grupo».
La horquilla de edad oscila entre los 9 y 15 años, reunidos en grupos de 12 niños. Y un apunte para los curiosos: el retrato robot de su alumno no entiende de sexo, es «un niño al que no le gusta demasiado el deporte, es más creativo, peculiar, y manifiesta desde pequeño su inquietud por la cocina». Del resto se encarga ella. Y al final del curso están capacitados para «desenvolverse en casa y hacer una fideuá, una salsa boloñesa o un arròs brut». De entre los chicos ya hay quien destaca, «tengo alumnos que cocinan muy bien que se han presentado a concursos». Quien sabe, quizá el nuevo Ferran Adrià esté haciendo sus pinitos en Petit Cuiner.