Bruno Zupan nació en Eslovenia en 1939. Se graduó en el Art Institute de Zagreb y decidió a la edad de veintitrés años salir de casa y continuar su educación en París. En 1964 se fue de París a Nueva York, donde comenzó una nueva vida, se casó y tuvo a su hija, la artista Natasha Zupan. Es, al igual que su hija, un ciudadano de los Estados Unidos con el corazón en Valldemossa, donde como Chopin ha creado su universo particular que no ha abandonado nunca. Mediterráneo alejado de la ciudad, da rienda suelta a su deseo de glorificar las cosas cotidianas que dieron placer a Homero, a Byron, a Sargent y Chopin: la luz solar sobre una columna rota, el perfume de los almendros en flor, el viento húmedo de la primavera o el olor del mar. Él es parte y producto de este flujo estacional inmortal, y quiere que sus pinturas sean mensajes de un lugar de descanso y renovación. Lleva más de diez años sin conceder una entrevista en Mallorca, buscaba la discreción. Hoy quiere que le vean, y que vean que está mejor que nunca, con él mismo, con su familia y con su arte.
¿Cómo se define? Usted trasciende la personalidad del artista...
— Soy un géminis, así que soy dos personas en una, siempre tengo que empujar al otro para que me deje en paz. Nací para ser artista y me gusta hacer lo que hago. Estudié arte durante siete años en la antigua Yugoslavia, me hice emigrante dos veces. Llegué solo a París con una sola maleta, después emigré a Nueva York con solo dos maletas. Me he refugiado aquí desde los años 60 durante seis meses al año, porque es el lugar donde trabajo y vivo en paz.
¿La Isla es su base?
— No, cada lugar que habito me aporta algo. Nueva York, donde tengo estudio, me da una energía totalmente distinta a la que me da Valldemossa, o París, o Venecia, donde todos los años voy también a trabajar. Soy trashumante.
¿Cuándo llegó por primera vez a Mallorca?
— En el año 1968. Viajé por más de medio mundo, pero siempre es un placer regresar aquí. Cuando dejas tu país de nacimiento el mundo se convierte en un lugar sin fronteras, aprendes a adaptarte a todos los lugares. En Nueva York pinto las ciudades de noche, con sus luces. Aquí pinto los paisajes maravillosos, me refresco a mí mismo aunque sigo mi línea. El mundo es grande, hay sitio para todo el mundo aunque tengo un poco de miedo de la pintura contemporánea porque veo muchas puertas cerradas. Lo que me gusta de Picasso es que siempre dejaba puertas abiertas para poder pintar otro cuadro. Aquí si haces una tela azul o negra, dónde vas a seguir con esto. Si Jackson Pollock ahora viviera podría hacer cientos de cuadros tirando potes de pintura sobre una tela… Es como Hegel en filosofía, hay que dejar siempre puertas abiertas.
Usted es uno de los grandes, su obra está en colecciones importantes…
— La Biblioteca de Boston me acaba de comprar un cuadro. Si la visita, verá que está llena de Sargent, Rembrandt, Toulouse-Lautrec... Tiene una maravilla de colección, de las más prestigiosas. Y en medio de todos ellos está mi cuadro, grande, inmenso, representando la noche de Boston desde un parque. Pintar la noche de las ciudades es maravilloso porque de día las ciudades modernas son muy grises. Hay demasiadas líneas rectas. Si miramos la naturaleza desde mi estudio en Valldemossa, no se ven líneas rectas, tampoco en la arquitectura antigua mallorquina. La línea recta es una obsesión del hombre. Una ciudad de noche es una poesía, puedes imaginar quién está detrás de cada luz. Detrás de cada luz hay una vida curva.
Usted pinta lo que ve y también lo que intuye…
— Cuando pinto en Georgia, que es la tierra de mi esposa, al lado del río, con reflejos sobre el agua, podría estar pintando en Japón, o en cualquier parte. Cuando veo que el mundo cierra la puerta del arte, como está ocurriendo ahora, hay que regresar a los orígenes de nuestra civilización, hay que volver a Grecia. Ha pasado a lo largo de la historia.
¿Usted cree que ahora el mundo está cerrando las puertas al arte?
— No exactamente, aunque veo a gente triunfar sin tener preparación ninguna, sin técnica, sin posibilidad de dibujar nada, usando materiales que no sobreviven al tiempo. Obras de artistas famosos que se caen a pedazos porque están mal elaboradas. Además lo que se hace ahora como nuevo lleva más de cien años haciéndose. El arte contemporáneo no es nada nuevo, es muy antiguo. Todo es un déjà vû.
¿Qué hay que hacer para sobresalir con algo nuevo, y no solo en el arte?
— La gente busca sensaciones, da igual si es bueno o malo, pero como todos sabemos, la cosa más bella del mundo es la simplicidad. Aporta paz. Recuerdo Mallorca cuando llegué. Había un interés por el arte tremendo, con Joaquim Mir, Anglada-Camarassa, Sorolla... Tengo la sensación de que todo este interés se ha perdido por culpa de la publicidad que se le da a la Isla. Cuando llegué aquí, la gente creía que Miró no valía nada, que su pintura era fácil. En cambio cuando se vio que su obra se vendía por millones, fue tomado en serio. Valorar el arte por el precio que alcanza en el mercado es un error porque al final acabamos siendo producto del márketing.
Huir del mercado del arte es imposible…
— Lo que es imposible cuando eres un creador es esperar que todo el mundo te quiera. Lo que todo el mundo quiere es una moneda de oro. Ahora estoy haciendo un catálogo maravilloso con mi hija Natasha Zupan porque vamos a exponer juntos en Boston. Pues bien, yo pinto todavía en la naturaleza. Si pinto el mar y las rocas, lo hago desde el mar y las rocas y desde mi caballete. Esto para los críticos actuales es casi un crimen, salir y pintar fuera. No pinto para los críticos. Pintar es una medicina para mí, más con este virus horrible. Quiero traer algo alegre a este mundo.