Antònia Buades Reynés y Aina Maria Llinàs Lladó fueron dos de las primeras enfermeras que tuvo Son Dureta. Inauguraron el centro en el año 1955 y allí se jubilaron. Hoy recuerdan con nostalgia toda su trayectoria profesional, su vocación y cómo trabajaban entonces en el cuidado de los pacientes. Y confiesan no saber nada del nuevo Son Dureta, ni de las obras ni los plazos de ejecución del proyecto sociosanitario que dará una nueva vida al centro en el que trabajaron durante décadas.
Antònia Buades es la más veterana, a sus 96 años recuerda con nitidez como ingresó en la entonces Residencia Sanitaria Virgen de Lluc, ‘La Residencia’. «Me incorporé 15 días antes de su apertura para aprender a esterilizar el instrumental y a hacer camas», confiesa.
Cuenta que sintió la vocación de los cuidados tras acompañar a una tía que estaba ingresada en el General y decidió formarse a través del Servicio Social y viajar hasta Valencia para examinarse. «Entonces no podíamos obtener el título en Mallorca», relata.
Antes de incorporarse a la primera plantilla de personal del que iba a ser el hospital de referencia de las Islas, Buades era enfermera en la Clínica Grau de Son Armadans. «Me despedí de allí con pena pero quería trabajar en un hospital», recuerda.
Refiere cierta decepción inicial ya que a pesar de la carta de recomendación que portaba de su primer trabajo «me colocaron en Admisión porque sabía escribir a máquina». Pero supo reivindicar su amor por los cuidados a Sor Catalina Esperanza, la responsable de ese primer equipo, quién finalmente le puso a pie de cama en la primera planta.
Renunciar tras una boda
Aina Maria Llinàs, de 93 años, cuenta que también tenía claro que quería ser enfermera. Ella estudió los dos cursos de forma autodidacta y se examinó en Valencia, con éxito, de los dos niveles a la vez.
Con su titulación en mano, comenzó a trabajar en ‘La Residencia’, en ese primer equipo que no superaba las 50 enfermeras. En su caso, el puesto no le duró mucho, ya que al casarse se vio obligada a dejar el trabajo.
«Me casé por poderes con mi esposo, que estaba en Venezuela -recuerda- y como en aquella época no podías casarte ni tener hijos si querías trabajar en el hospital, me quité el anillo, y sin decir nada a nadie, seguí trabajando».
Aún no se explica cómo se enteraron de sus nupcias pero a los dos meses de la boda le exigieron que colgara la bata.
Entonces se fue a Venezuela, y allí empezó a trabajar como enfermera, en horario nocturno, en un centro de oncología. «En esa época, en Venezuela había mucho trabajo de enfermera», recuerda.
Pero cuenta que cuando la situación política comenzaba a complicarse en el país americano decide volver a su Mallorca natal, en el año 73 y ya con tres hijos. Recuperó su plaza en Son Dureta, aunque en esta ocasión «me ubicaron en nidos, donde atendíamos a recién nacidos con problemas», relata.
Dice que a pesar de lo gratificante que resultaba cuidar a los más pequeños, ella siempre se decantó por los pacientes adultos «a quienes además de cuidar, podías dar consuelo ante sus situaciones médicas y personales, algunas muy dolorosas».
En su curriculum, además de pacientes oncológicos, de bebés y adultos hospitalizados, Llinàs también trabajó para el cirujano Ramon Porta, como enfermera instrumentista en operaciones.
Viuda con dos hijos
Antònia tuvo mejor suerte y se libró de renunciar al trabajo después de casarse gracias a que Pilar Primo de Rivera impulsó el derecho de las mujeres casadas a seguir trabajando.
Pero se quedó viuda muy joven con dos niños de apenas 9 y 5 años. Para sacar adelante a su familia, se vio obligada a doblar turno. De día en Son Dureta y de noche en la Rotger. Trabajó además en el ambulatorio del doctor Munar.
Cuando recuerda esa época tan dura se emociona. También se le saltan las lágrimas cuando menciona al primer director que tuvo Son Dureta, Luis Zoreda Landeta, «que viendo mi situación me ofreció dinero y la posibilidad de devolverlo poco a poco. Y Sor Catalina, que me daba permiso cuando algún niño se me ponía malo y todas las facilidades para recuperar la jornada», relata.
Al igual que su compañera y amiga Aina Maria, la profesión le llevó a ejercer en diversos ámbitos y recuerda el primer parto que atendió sin haber visto ninguno antes.
«En aquella época creo que teníamos un contacto más cercano con los pacientes. Teníamos unos 30 ó 35 enfermos por planta y cada tarde les tomábamos el pulso y la temperatura y comprobábamos su respiración», cuentan.
El mercurio del termómetro se bajaba a golpes de muñeca, el pulso se controlaba con un reloj y la respiración se valoraba a vista. «Tampoco había pañales», recuerdan.
Refieren que todo iba más lento y que podían dedicar más tiempo que ahora a escuchar a los pacientes. Pero al margen de esto, no se atreven a señalar más diferencias con las enfermeras de hoy, porque confiesan que no visitan mucho las consultas.
«Ahora muchas cosas se arreglan por teléfono y la tensión me la tomo yo», concluye Aina Maria.
Muy buena gente, y tid@s se conocían, todo funcionaba sin externizar.