Yayo Herrero (Madrid, 1965) es antropóloga, trabaja en la cooperativa Garua y forma parte de Ecologistas en Acción. Está convencida de que la sociedad tendrá que reducir el consumo de recursos naturales «queramos o no», una corriente de pensamiento conocida como decrecimiento. Estos días ha visitado Palma, donde ha participado en el Laboratori d'Art i Pensament del museo Es Baluard para reflexionar sobre la transición ecológica. Además, acaba de publicar Toma de tierra (Caniche Editorial), en su empeño por divulgar un futuro más esperanzador sin esconder los problemas a los que se enfrena la humanidad.
¿El monocultivo turístico solo cambiará tras un desastre más intenso que la pandemia?
— Da esa sensación. Hay una crisis de imaginación a la hora de poder pensar como configurar la vida en común de otra manera. La pandemia mostró que un descenso súbito en el flujo de turistas deja a estas territorios en una situación precaria. En ese momento hubo, con sus más y sus menos y no de forma completa, unas políticas sociales que priorizaron la protección de muchos trabajadores. De lo contrario, la situación hubiera sido brutalmente dramática.
¿Por qué el decrecimiento, desconocido para la mayoría, tendría que preocuparnos más?
— Porque no es solamente una propuesta ética y política de gente con sensibilidad ecológica. Es un contexto: los seres humanos, queramos o no, viviremos con menos energía, menos materiales y menos recursos por haber vivido en contra de los límites del planeta. La cosa es preguntarnos cómo materializar el decrecimiento que se va a producir. Si no lo hacemos desde una planificación que apueste por la justicia, lo hará el mercado. Me llama la atención cuando se dice que el decrecimiento es una propuesta ecologista de racionamiento, cuando es el propio mercado el que raciona. Si puedes pagar tienes energía, de lo contrario, no.
Hace años que se advierte del colapso, pero todo sigue aparentemente igual. ¿Llegará?
— Los que han tratado este tema se han referido siempre a un desmoronamiento progresivo de las condiciones que permiten tener una sociedad industrial y globalizada. Eso provocaría colapsos o crisis puntuales súbitas, como el confinamiento o una subida muy alta del precio del petróleo, que haga desaparecer muchas cosas. Luego hay un proceso de recuperación, que no quiere decir que ese pequeño desmoronamiento de la vida como la conocimos se esté produciendo. En todo caso, estamos viendo evidencias. El cambio climático ha dejado de ser invisible y lo vemos con las olas de calor, incendios y sequías.
¿Estos planteamientos se limitan al movimiento ecologista o dentro de los partidos políticos también se tienen en cuenta?
— El ministro de Consumo, Alberto Garzón, y sindicatos como ELA, LAB, CGT y CCOO son conscientes de esta cuestión. La plataforma política SUMAR de la ministra de Trabajo, Yolanda Díaz, organizó un grupo de trabajo con gente independiente, en la que participé, para tratar el tema del decrecimiento. Hay personas en política que lo tienen claro, pero existe el miedo de cómo plantearlo en los tiempos justos de las contiendas electorales. Se asume que son impensables para la mayoría de la sociedad. Presuponer que la gente tiene poca capacidad de preocuparse por el presente y el futuro de sus hijos me parece elitista. Aun así, es evidente que es muy difícil en un contexto de violencia en redes sociales y medios de comunicación. Pero hay que trabajarlo más. Hay que decir las cosas como son, pero acompañando emocionalmente, mostrando propuestas y salidas de lo que es una transición ecológica justa.
Se cubren campos de placas sin limitar el consumo energético. ¿La especulación ha ganado el relato sobre las renovables?
— No diría que ha ganado, pero institucionalmente no está asumido que la transición ecológica justa no es solamente un cambio de uso de fuentes energéticas, sino un nuevo modelo de vida que quepa dentro de los límites del planeta. De otra manera la transición supone el extractivismo de más recursos. El negocio no está tanto en usar estos parques, sino en el hecho de construir la instalación.
The Last Of Us y Station Eleven muestran mundos postapocalípticos más afectivos y naturales que el actual. ¿Cómo ayuda?
— Es lo que necesitamos, imaginación. Un mundo donde consigamos ajustar las formas de vida a los límites del planeta es mejor para la mayoría. Hay muchas personas precarias, con problemas de salud mental porque viven vidas que no les gustan. La mayoría, en cuanto puede o tiene vacaciones, elige un estilo de vida decrecentista: vuelven al pueblo, hacen deporte y dejan el móvil en casa. Cuando disponemos de tiempo, optamos por una vida más sencilla. Trabajé mucho tiempo en la empresa privada, donde formaba a ejecutivos medios. Les pedía que recordaran el momento más intensamente feliz de su vida y jamás pensaban en el último coche o iPhone que tenían, siempre destacaron momentos afectivos, de disfrute e incluso de conexión con la naturaleza.
En cambio, odia la serie El Colapso.
— No la terminé. Es pesimista y oculta todas las iniciativas que se hacen para vivir de forma comunitaria. Hay muchísimas personas experimentando otros tipos de vida. Hace falta imaginación común y memoria. Probablemente, nuestra especie no había vivido antes una amenaza ecosistemémica global, pero hay muchos países que han vivido colapsos temporales.
En El amanecer de todo: Una nueva historia de la humanidad, David Graeber y David Wengrow documentan, precisamente, otros modelos de organización. ¿Qué nos enseñan?
— Demuestran con claridad que ha habido muchas sociedades muy bien autoorganizadas que no eran pequeñas, porque siempre se dice que la igualdad solo es posible en grupos humanos reducidos. Los autores también rompen con este tópico: una comunidad pequeña puede ser tremendamente autoritaria. Otro libro fundamental es Un paraíso en el infierno, de Rebeca Solnit. Frente al discurso egoísta del todos contra todos, recopila historias de apoyo mutuo y autoorganización tras grandes desastres, incluso de gente que confiesa haber vivido estos periodos intensamente felices por sentirse a salvo en medio del caos.