Antònia Maria tiene ahora 30 años, es muy sociable y risueña, le encanta estar rodeada de gente, pasear, la música y el baile. Cuanto más sarao, mejor. Pero, sobre todo, siente pasión por el agua. Las horas más felices de la semana las pasa en las clases de natación, como pez en el agua. «En el medio acuático es donde más segura se siente», aseguran sus padres. Fuera del agua, va en silla de ruedas, aunque acompañada, puede andar unos metros. Es un caso entre 20.000. Tiene Síndrome de Angelman, que precisamente este miércoles celebra su día internacional. Se trata de una enfermedad neurológica de origen genético, causada por alteraciones en el gen UBE3A, localizado en el cromosoma 15. A día de hoy no tiene cura ni terapias específicas.
María Jaume no olvida el parto de su hija, su primogénita, fue «complicado». La sacaron con fórceps. Nadie notó nada raro tras el nacimiento, pero los primeros indicios surgieron a los diez meses, su desarrollo motor era lento de lo esperado. «En un principio tampoco le dieron más importancia porque pensaban que era un simple retraso motor ya que hay niños que tardan más que otros. 'Es un poco vaga', nos dijo el pediatra», recuerda María. No era así. Con año y medio tuvo su primer ataque epiléptico. Su padre, Miquel Puigserver, todavía lo rememora. «Es imposible no hacerlo. La vimos ausente, con los ojos hacia un lado...», dice. Ahí comenzaron las pruebas. El primer diagnóstico desveló lesiones cerebrales que los médicos achacaron a las dificultades del parto. Fue un jarro de agua fría para la familia.
A los cinco años, un nuevo ataque epiléptico dejó ingresada a la niña. Empezaron a hacerle más pruebas, pensaban que había «algo más que lesiones cerebrales». Dieron en el clavo. Todo por lo que estaba pasando esta familia tenía un nombre: síndrome de Angelman. Así entendieron sus padres porqué se pasaron los tres primeros años de vida de su hija casi sin dormir, haciendo turnos para estar con su pequeña. Aún lo hacen. Es una de las características de esta enfermedad rara. También el retraso cognitivo, la escoliosis, los problemas de movimiento y de equilibrio, la ataxia, la pigmentación de la piel más clara de lo normal y la ausencia de habla.
«No le voy a engañar. Poner nombre a lo que le sucedía a nuestra hija no solucionó nada. El diagnóstico fue durísimo. Te echas la culpa, te preguntas qué has hecho mal, por qué le ha tocado a ella, sientes impotencia, te enfadas con el mundo...», enumera la madre de Antònia Maria toda una catálogo de sentimientos, al tiempo que el matrimonio coincide en afirmar al unísono su única obsesión: «Solo queremos que nuestra hija sea feliz». Por eso, siguieron a rajatabla los consejos de los médicos desde el principio y contaron con la Asociación Síndrome de Angelman (ASA), fundada en 2014, que tiene como objetivo dar apoyo y asesoramiento a las familias entre cuyos miembros existe alguien afectado con este síndrome.
«No es un camino de rosas, pero hemos encontrado un equilibrio. Antònia fue los primeros años a una escoleta, como nos dijeron los médicos, luego a Aspace y ahora la dejamos en el centro de día de Amadiba y la recogemos cuando salimos de trabajar. Nuestra hija puede que no hable, pero con una mirada sabemos lo que quiere. Damos muchos paseos, y nos conocen los cajeros y cajeras de todas las grandes superficies de esta isla», explica el padre de esta joven, al tiempo que finaliza señalando que «todos los padres nos obsesionamos con que nuestros hijos evolucionen, los llevamos a todo tipo de terapias, los terminamos agotando... al final nos convertimos más en terapeutas que en padres. Nosotros, ahora, estamos aprendiendo a ser solo padres».