Es curioso. Los libros con que se enseñaba la historia hace cincuenta años en España recogían que la labor evangelizante de Castilla en América se amparaba en una suerte de causa divina. Dios quería que los barcos arribaran al otro lado del océano, y que las expediciones se adentraran para conocer y apresar nuevas tierras repletas de riquezas. Hoy sabemos que la tecnología militar o la estrategia en el campo de batalla no fueron las ventajas más determinantes en ese transitar. Sin saberlo los europeos tenían entre sus filas a un enemigo temible y muy contagioso. Las enfermedades infecciosas como la viruela, el sarampión, la peste bubónica, la difteria, el tifus, la escarlatina, la varicela, o la fiebre amarilla, entre otras, fueron las verdaderas armas de destrucción masiva de los conquistadores españoles en aquello que denominaron como Nuevo Mundo, y de un modo muy efectivo se encargaron de diezmar las filas nativas.
Ya sea por motivos militares, expedicionarios o comerciales, lo cierto es que la navegación constituyó uno de los principales mecanismos de difusión de enfermedades infecciosas hasta hace prácticamente dos días. Por mar pasaron de huésped en huésped muchas de las dolencias que provocaron epidemias y pandemias de los tiempos pretéritos, y no se explicarían las graves crisis de paludismo, fiebre amarilla, sífilis, peste, lepra o tuberculosis sin todo el trasiego de marineros, pasajeros y mercancías en puertos de todo el mundo.
En este contexto, ¿qué podían hacer las autoridades para mantener a salvo a sus conciudadanos y a ellos mismos? Hoy nos aproximamos a la figura de los lazaretos, construcciones civiles de uso sanitario que salvaron miles de vidas y quizás a la civilización que conocemos como tal.
Como si nos metiéramos de lleno en una máquina del tiempo viajamos al año 1377, a lo más crudo de la epidemia de peste negra que en el siglo XIV azotó a todo el mundo esquilmando a la población en unas proporciones nunca vistas. En ese mismo año la realidad se antojaba imparable, y ante la constatación de que no servían los caminos destinados a mantener alejada a la población de la enfermedad las autoridades de Ragusa (hoy Dubrovnik) decidieron apostar por algo diferente.
Este enclave portuario en la costa de Dalmacia y Venecia, hoy conocido en todo el mundo por su interés turístico y patrimonial, fue el primero que adoptó la cuarentena en los barcos como medida de protección. Se llamaba cuarentena porque efectivamente prescribía cuarenta días de prohibición total de contacto con la población local de aquellos arribados en barcos procedentes de zonas donde la peste campaba a sus anchas.
Recogiendo ese espíritu, el primer lazareto de Europa sería una realidad años más tarde, concretamente en 1403. Se construiría en una zona suficientemente aislada, en la isla de Santa María de Nazaret, para los barcos que a diario comerciaban con una potencia mercadera del calibre de Venecia.
Esa innovación aun medieval se implantó paulatinamente en los puertos mediterráneos y ya en la época moderna se generalizó su construcción en todo el mundo. Allí donde se abría una nueva ruta y se establecía un puerto se alzaba esta instalación sanitaria, un refugio que escudara a las gentes locales, como los que poco a poco se instalaron en nuestras Islas y sobre los cuales existe una extensa y precisa bibliografía; por ejemplo los trabajos de Rafael Soler cedidos a Ports de Balears.
Cuarentena a la mallorquina
En Palma, hasta el siglo XVII se utilizó como lazareto el oratorio de Sant Nicolau de Portopí. Posteriormente el virrey Conde de Montoro, con los jurados del Reino, decidió en 1656 construir una obra ex profeso en un paraje costero cercano a s'Aigua Dolça. Este antiguo recinto de cuarentena, parte del cual se encuentra hoy convertido en parque, se hallaba totalmente cerrado mediante un muro de sillería, y un acceso al mar permitía embarcar y desembarcar mercancías y pasajeros sometidos al régimen de cuarentena. Se conserva aún el portón de acceso al mar, con sus escudos y placa grabada. No obstante, ha desaparecido prácticamente el resto de las instalaciones, cuya versión actual, a pesar de su obsolescencia, sería de las que se encuentran en el muelle de Ribera de San Carlos.
Este lazareto se hallaba ya construido en este lugar en el siglo XVII, y prestó servicio hasta finales del XVIII en que se produjo un agrupamiento de este tipo de establecimientos señalando para nuestro entorno el de Maó, adonde acudían los barcos con patente sucia con destino a los puertos insulares y levante peninsular.
Sin embargo, en el norte de Mallorca, se había organizado todo para crear otro enclave seguro. Las primeras noticias sobre instalaciones portuarias propiamente dichas en el Port d'Alcúdia datan del siglo XVIII, y se trata del Proyecto de Cuarentena que aparece en el plano de la Ciudad de Alcúdia de la colección de Jeroni Berard de 1785. La decisión de construir una cuarentena e instituir una Junta de Sanidad con sus morberos pone de manifiesto la existencia de un destacado tráfico mercantil.
El proyecto de esta instalación aparece nítidamente en el plano citado de Berard aunque, por los restos conocidos aún visibles al final de los años 50 del siglo XX, puede sospecharse que tan solo se llevó a término del proyecto un modesto muelle embarcadero y alguna obra dentro de un alto muro de cierre del recinto. Estas obras aparecen grafiadas en diversos planos mostrando el estado del paraje a mediados del siglo XIX.
Maó, un referente
Antes de que el lazareto de Maó fuera construido, Europa contaba con apenas una quincena de ellos: 2 en Venecia, 1 en Marsella, 2 en Génova, 2 en Malta, 2 en Trieste, 3 en Liorna, 1 en Nápoles, 1 en Corfú, 1 en Zante, y 1 en Castelnuovo. Tras estudiar los más importantes del mundo, se proyectó el lazareto en la zona portuaria menorquina, una construcción que a pesar de haber quedado incompleta al no haberse construido nunca la Patente Limpia, fue uno de los mejores a principios del siglo XIX.
En 1793 se dio la orden de construcción del lazareto de Maó, empezando las obras a finales de ese mismo año. Los trabajos se paralizaron en 1798, al fin del interludio de dominación española de la Isla en plena controversia diplomática con Inglaterra, para ser retomados en 1803, poco después del regreso de la soberanía española sobre Menorca. En septiembre de 1807 se dieron por concluidas las obras de construcción.
Edificado sobre la Península de Sant Felipet, situada a la entrada del puerto de Maó, tiene unos 1.240 metros de longitud por 380 metros de anchura media; cabe señalar que en un principio la mencionada manga de tierra estaba unida a la costa norte del puerto por un istmo de 111 metros de ancho, que sin embargo fue demolido para aislarlo por completo de la tierra menorquina. Circundado por una muralla de piedra de sillería, en ella se abrían cuatro puertas principales que conducían a las diferentes patentes, las zonas diferenciadas para cada tipo de infectado.
Pese a su uso intensivo prosiguió una etapa de progresivo abandono que duró unos diez años. Curiosamente le puso fin un tal Fernando VII en 1816, quien entre sus diarios desmanes tomó por lo visto alguna buena decisión, como la de preservar el lazareto mahonés y elevar su categoría a la de referente, no solo en el ámbito balear o español. Tanto es así que cien años después el lazareto de Maó se había convertido en una especie de sanatorio de lujo. Su último barco en cuarentena lo abandonó a las puertas de la década de los años veinte del siglo pasado. Según fuentes de la época pasaron por él 13.864 embarcaciones en cuarentena, 111.184 pasajeros y 276.693 tripulantes.
Tres lazaretos en Ibiza
En las Pitiusas constan hasta tres lazaretos, todos ellos en Ibiza, que en momentos puntuales hicieron las veces de cárceles o receptáculos de esclavos apresados en las batallas navales y escaramuzas con bajeles norteafricanos. Durante el siglo XVII se utilizó el lazareto situado en es pas Estret, cerca de Vila, que incomunicaba totalmente a los tripulantes confinados. Poco sospechan aquellos que bajan hoy en día hasta la diminuta cala que tiempo atrás el tramo de costa fue utilizado por enfermos e infectados de toda índole.
Más adelante, en el siglo XVIII se decidió trasladar el lazareto a la playa de Baix de Sa Penya, lo cual permitía una vigilancia visual directamente desde la Murada, y teniendo en cuenta que el principal atributo es que el lazareto esté aislado de tierra.
La cuarentena que debía guardarse a bordo de los barcos se efectuaba en esa playa, mientras que la verificación de mercancías y de tripulantes y pasajeros se realizaba en s'Illa Plana, que por aquel entonces, al igual que s'Illa Grossa y la del Botafoc, aún era un islote separado de tierra firme y donde, como en una gran lavandería, lavaban y tendían todas las ropas de cuerdas. En ese momento todos los corsarios que regresaban de las costas de Marruecos, Algeria, Túnez y Libia pasaban por la cuarentena. Nadie se quejaba y si lo hacían de poco les servía. Y eso que para entretenerse no disponían de móvil, ordenador o redes sociales.