Cualquier observador exterior apenas prestaría atención al hecho de que Madrid riegue con 1.000 millones de euros a las empresas y autónomos de Baleares. Es probable que lo considerara un gesto normal. Algo lógico. La pandemia ha frenado su motor económico y el PIB de las Islas ha experimentado una caída sin referencias en medio siglo.
Sin embago, la sensación interna es de euforia absoluta. Eternamente olvidada en la capital, Baleares recibirá por primera vez una ayuda de impacto y calado. No podía ser de otra manera, pero un pasado poblado de agravios -e injusticias- obligan a festejarlo.
La satisfacción de Armengol es comprensible. Incluso su entusiasmo. Hasta donde alcanza la memoria, ningún político de la tierra había conseguido un rescate de este tamaño para Baleares. Sin duda, sus peregrinaciones a Madrid, en compañía del conseller Negueruela, han arrojado un resultado excelente.
Sucedió todo un viernes cualquiera, el mismo día que Alemania levantó su veto y borró a Baleares de su lista negra y los resultados epidemiológicos prolongaron su mejora en Mallorca ( 47'99 contagios por cada 100.000 habitantes). Lo dicho, euforia.