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Transiberiano

Extraños en un tren

Nuestro vagón es como el de otros trenes. Un largo pasillo, cubierto por una alfombra, lo recorre de un extremo a otro. A su derecha, doce ventanillas; a su izquierda, los compartimentos

osiblemente dos de los lugares del mundo que más me han llamado la atención desde siempre han sido la Antártida, y el recorrido en tren más largo de todos, el Transiberiano. El primero es obra de la Naturaleza; el segundo, del hombre. En el primero, ya estuve hace cuatro años; del segundo acabo de regresar. Impresionante: 9288 kilómetros recorridos en el tren más emblemático de todos, atravesando media Europa y el sur de Siberia, de oeste a este, siempre entre extensiones de tierra cubiertas de nieve hasta donde la vista te alcanza y disfrutando de temperaturas entre los -5º y los -25º .

Naturalmente, mi interés por esos dos lugares no es fruto de la casualidad, sino más bien de la lectura. Si a la Antártida me llevaron los relatos sobre Amudsen y Scott, dos de los principales colonizadores de aquel vasto territorio que se extiende más allá del fin del mundo; Miguel Strogoff me descubrió la estepa rusa y la fría Siberia, casi siempre a vista de caballo o de coche de caballos, pues en los años del relato de Julio Verne, el tren, que arrancaba desde Moscú, como ahora, sólo llegaba hasta la ciudad de Nijni, Novgorod, a no mucha distancia de la capital rusa. El resto de camino hasta Itkurst, donde el correo del Zar tenía que entregar al hermano de éste una carta con instrucciones para evitar la invasión mongólica, debía de hacerlo a caballo, y en muchos tramos en carruajes tirados por caballos, llamados tarentas. De forma imaginaria, con Miguel Strogoff viajamos desde Moscú a Itkurst dejando en el camino el Volga y los Urales, entrando en Siberia por Ekaterinbourg y siguiendo por Novosibirk y mil pueblos más hasta llegar al final de la aventura, que como no podía ser de otro modo, zanjo felizmente.

Todos aquellos nombres se me quedaron en la mente, al igual que el de las imágenes de una Siberia de principios del siglo XX que me forjé por la lectura; la Siberia de los Zares que nada tendría que ver con la stalinista, a donde iban a parar la mayor parte de prisioneros y disidentes del régimen comunista, una Siberia inhóspita a modo de cárcel inmensa, que la Literatura y el cine nos mostró con cierta frecuencia a lo largo de décadas.

Si a la Antártida fui con Manuel Hernández, un empresario de la zona norte de la Isla, en esta aventura del Transiberiano me ha vuelto a acompañar. Es buen tío, sabe hacer fotos y te echa una mano cuando lo necesitas. También se han venido con nosotros Jaume Santandreu, cura jubilado, escritor e incansable viajero de tren, «donde -dice- no sólo me puedo despreocupar de todo, sino que hasta puedo invernar como los osos»; y Horacio Alcolea, administrador de la propiedad.

Bien pertrechados, viajamos a Moscú, donde permanecimos dos días aclimatándonos y haciendo turismo, recorriendo parte de la ciudad en metro, visitando la tumba de Lennin y los templos ortodoxos del interior del Kremlin, de los que destacaría las pinturas de sus paredes a modo de pequeñas capillas sixtinas
El Transiberiano es un tren largo de color verde que aguarda en el anden 3, en el exterior de la estación de Yaroslavsky, en pleno centro de Moscú. Nieva y el termómetro anda por los -5º. La encargada de nuestro vagón al revisar los billetes y ver que vamos a Vladivostock, colocando su dedo índice sobre la sien, al que hace girar, se echa a reír. Debe de pensar que estamos locos.

Nuestro vagón es como el de otros muchos trenes. Un largo pasillo, cubierto por una alfombra, lo recorre de un extremo a otro. A su derecha, doce ventanillas con visillos recogidos a ambos lados; a su izquierda, los compartimentos. Nueve, señalizados en números romanos, forrados de madera. Cada uno de no más de 1'80 de largo por 2 de ancho y 3 de alto, con cuatro estrechas literas, dos y dos, con un breve pasillo entre ambas, sin apenas espacio para movernos. Ahí vamos a pasar tres días hasta que nos apeemos en Novosibirsk para asearnos, pues los servicios del vagón, uno en cada extremo, no van más allá de una taza metalizada que, dándole a un pedal, vierte los residuos a la vía -de ahí que los servicios se cierren durante las paradas en las estaciones- y un pequeño lavabo.

Antes de echar un vistazo al resto el vagón decidimos colocar la bandera de Mallorca en un sitio visible de nuestro kupé. Convenimos en que cada mañana desplegaremos la bandera de Mallorca y que en Jaume pronunciará unas palabras, siendo las primeras las siguientes: «Frates sobri estote et vigilate quia atversarius vester diabolus tanquam leo rugiens circuit querens quen devoret resistite fortes in fide».

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