a noche de la alborada no se duerme ni poco ni mucho. No valen las excusas. Simplemente, no se duerme. Y un año más, se repitió el ritual. Los coches, llegados de todas partes de la Isla, colapsaban las entradas a Pollença desde la medianoche. Allí, en un descampado, el bordillo de una acera, o cualquier otro rincón improvisado donde dejar el coche, empezaba la fiesta grupal. Se sucedieron las bolsas con hielo, vasos de plástico, neveras, garrafas y pistolas de agua. Es el arsenal, casi indispensable, de esta noche pollencina.
Después, con las orejas ya coloradas, la marabunta de gente se trasladó hasta la plaza del pueblo donde la música en vivo mantuvo el ambiente caldeado. Por delante, toda una noche de desenfreno en la que se alternaron las litronas con las copas en la barra del bar y éstas con algún gofre cuando el desgaste de energía empezó a hacer mella. El grupo Horris Kamoi hizo las delicias de los presentes que, eufóricos, tararearaban «dos y dos son cuatro...», «uno de enero, dos de febrero...» y otros éxitos del imaginario popular. Aunque sin duda, el momento musical más emotivo llegó pasados pocos minutos de las cinco de la madrugada, cuando la banda de música, consiguió acallar al numeroso público que, paciente, esperó el himno de la alborada. La solemnidad del momento se impuso y la música siguió sonando calle arriba hasta el Ajuntament en un itinerario que llegó hasta el Puerto de Pollença, «u moll», para los pollencins.
Marta Bergas