Sobrepasada de largo Marsella, en el horizonte se dibuja la silueta de un enorme islote. Es el Mont Blanc, nos dice el comandante Lacourrele, responsable del 737-400 de Fortuna. Es impresionante. Da la sensación de que estamos sobrevolando un enorme océano de aguas blancas y a lo lejos emerge el islote, oscuro en su parte baja, algo más claro en sus cimas. Pero no, es el pico más alto de Europa, rodeado de otros picos respetables, visto a 12.500 metros de altura.
El vuelo discurre normalmente. Vamos en automático hasta que emproamos la pista del aeropuerto de Dresden, «que será cuando dejemos la ciencia y nos pondremos en manos del arte, pues seremos nosotros quienes lo guiemos hasta que aterrice», dice el comandante. «El avión está preparado para aterrizar en automático, hasta incluso para frenar. Eso sí, desde aquí debemos de sacar el tren de aterrizaje y los flap».
Porque, no sé si lo sabían (servidor no, mañana me compro el fligt simulator): el avión puede llevar programado todo el vuelo a través del ordenador que reposa en el centro, por debajo de aquel cuadro de relojitos que marcan y miden alturas, presiones, longitudes, latitudes, y que sólo entienden los pilotos, entre los que se encuentra uno, de mayor tamaño, llamado TCAS, que por lo visto es el que avisa del peligro que supone cuando aparece otro avión en la misma ruta sin que nadie se haya apercibido de ello.
Estamos volando con viento de 44 nudos de cara. De regreso, como lo llevaremos de cola, el viaje durará media hora menos. ¿Que cómo andamos de carburante? Bien. Se han cargado 15.000 kilos de queroseno, y así no hay que repostar en Dresden, pues es suficiente para ir y volver. Alguna vez interrumpen la conversación para atender a los constroladores. «Hablan un inglés perfecto, mejor que si fueran ingleses. Y te lo dan todo exacto: sota, caballo y rey. Sin problemas». En el aterrizaje, al ir vacíos "el avión pesa 36 toneladas, la mitad de cuando va a tope", con media pista nos basta.