Quizás lo peor de la aplicación de la ley que va a llevar a la ilegalización de Batasuna radica en la premura del proceso, lamentablemente acelerado por los últimos atentados registrados en las costas levantinas. Una disposición tardía, a juicio de algunos, se lleva finalmente a cabo de forma acelerada con el peligro evidente de que se actúe sin la debida cautela. En primer lugar hay que entender que la conocida como ley de partidos que hace posible que se sitúe a Batasuna fuera de la ley, no es en sí una ley antiterrorista, sino que responde a una iniciativa política encaminada a yugular la presunta capacidad de acción de la organización terrorista ETA, supuestos "y de momento sólo supuestos" los vínculos existentes entre la primera y la segunda. Se sospecha, y no sin fundamento, que existe en efecto una relación entre Batasuna y ETA, pero la entrada en vigor de una ley exige algo más que una sospecha, por fundada que ésta sea. Es por ello que muchos ciudadanos de este país tal vez verían como razonable que en el pleno extraordinario del Congreso, a celebrar el próximo 26 de agosto, se establecieran razonablemente, y de forma incontestable, las vinculaciones operativas entre ETA y Batasuna. Recae sobre esta última un generalizado desprecio por parte de los demócratas en razón a su negativa a condenar los atentados etarras. Pero ello no es suficiente, si de una actuación jurídica responsable se trata. Del mismo modo, y si de actuaciones responsables se trata, que no se puede aceptar políticamente ese maniqueísmo con el que el Gobierno de Aznar está conduciendo la cuestión. El «se está con nosotros o contra nosotros» no sirve en este caso, admitido lo que está en juego y que es, ni más ni menos, que una posible radicalización de las posturas en el País Vasco. Y la clase política, con el Gobierno al frente, debe tenerlo muy en cuenta.
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