Eran las siete de la tarde de un domingo cualquiera de los años cincuenta cuando las campanas de la iglesia cercana tañían reverencialmente llamando a misa. Ajenos a ello estaba los muchachitos palmesanos que se acercaban con delicadeza a las féminas que nos visitaban procedentes de otros países y que ni se santiguaban con agua bendita ni sentían que sus pasiones ofendían las leyes honradas del hombre y de Dios. Las suecas, que solían hospedarse en el hotel Buenos Aires de Palma, pasaban sus noches de vino y rosas alrededor de la piscina del Hotel Victoria del Paseo Marítimo moviendo la pelvis al ritmo de la orquesta de Bernat Hilda y sus violines mágicos entre sorbo y sorbo de «Tigre». Los llamados «picadores» se acercaban a las extranjeras con todo el encanto del «latin lover». Cuando Philipo Carleti, Mario Marini o los Tico Tico apagaban su voz, las llevaban en Vespa, Seicientos o en Alpine descapotable a «Na Burguesa» para contemplar la ciudad iluminada. En tan incomparable marco las encandilaban con sabias artes y les proponían pasar hermosos minutos de amor en la pensión Jaiber o en el hotel Sorrento. Allí les reservaba una habitación por cincuenta pesetas la media hora un señor en batín con aspecto desaliñado. Todos fueron perfectos «cicerone» de aquellas muchachitas que partían de Son San Juan llevando la canción del Maestro Solá «Bahía de Palma» en su alma satisfecha.
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