Cuba llena páginas y horas de emisión en radio y televisión tras unos acontecimientos no vistos en mucho tiempo. Mientras el gobierno cubano considera que la salida de miles de ciudadanos a las calles para protestar por las condiciones de vida en el país iberoamericano fueron disturbios y no un «estallido social», como reivindica la disidencia repartida por todo el mundo, las voces occidentales se apresuran a pedir al régimen de La Habana transparencia y un respeto a los derechos humanos adecuado a los estándares internacionales.
Estas son las principales claves para entender este fenómeno de protestas que esconde soterrada una intrincada confrontación social, y que prácticamente no cuenta con precedentes desde el llamado Maleconazo de 1994:
En primer lugar hay que señalar que la isla sufre una importante crisis económica y sanitaria, con la pandemia de coronavirus en su momento álgido, agravada por una alarmante escasez de alimentos, medicinas y productos básicos a la que se le añaden además frecuentes cortes del suministro eléctrico.
Esta situación, que algunos atribuyen a la ineficiencia del régimen cubano y las pérdidas que genera una red clientelar que viene de lejos, se ve agravada de forma incuestionable por el bloqueo económico, un argumento utilizado recurrentemente dentro y fuera de Cuba para justificar algunas de sus posiciones más enrocadas.
Asimismo, poco tardó el Partido Comunista de Cuba en agitar el fantasma del intervencionismo de Estados Unidos como detonante de las manifestaciones tras las cuales ha reaparecido el anterior líder, Raúl Castro, apartado de la cúspide del poder por su avanzada edad.
Muy lejos queda ya la foto del 17 de diciembre 2014, cuando Barack Obama y Raúl Castro escenificaron el fin del embargo; un embargo que regresó pocos años después, tras la victoria electoral de Donald Trump, y que causó un daño económico evidente. En concreto, la administración Trump tomó más de 240 medidas contra Cuba en su único mandato.
Si a ello se le añade el hundimiento del turismo por la COVID, un fenómeno de escala global que bien conocemos en Baleares, las consecuencias se antojan dramáticas. Y todo ello sin la red de seguridad que en España constituyen los ERTE y la capacidad de endeudarse a unas condiciones muy ventajosas gracias a la pertenencia a la Unión Europea.
Muchos analistas internacionales coinciden en señalar una cierta divergencia en las formas del presidente Joe Biden y su predecesor; sin embargo también aprecian que en la práctica no se dan cambios de fondo significativos que redunden en una mejora de las condiciones de vida.
Esto mismo ya se lo han hecho saber a la administración norteamericana otros mandatarios de la región, en buena sintonía con el castrismo. Es el caso por ejemplo del mexicano López Obrador, quien rápidamente al darse los primeros incidentes pidió el fin del bloqueo y rechazó la manipulación de los medios de comunicación y el «intervencionismo» extranjero.
La verdadera dificultad cubana radica en encajar dos auténticas realidades paralelas, la revolucionaria de un lado, que apoya los preceptos instaurados en aquel lejano 1959, y la opositora que se siente perjudicada y agraviada por las relaciones de poder vigentes hasta la actualidad; esa tensión se expresó en el pasado en la crisis de los balseros, uno de los primeros dramas migratorios retransmitidos en tiempo real por televisión.
En este sentido, el secretario de Seguridad Nacional de Estados Unidos, Alejandro Mayorkas, ya ha pedido públicamente a los cubanos que no intenten migrar por mar, a pesar de su delicada situación económica y de la falta de libertad que algunos denuncian. En todo caso, al final persiste siempre el mismo problema de legitimidad y reconocimiento mutuo que todo lo empaña.