Cuando Kate Ryan suba hoy al escenario de Magaluf (22.00 horas) para descorchar el ciclo estival Es Jardí, no lo hará solo como una cantante que retoma sus grandes éxitos, también ejercerá como embajadora no oficial de una era que, para muchos, huele a CD’s rayados, discotecas sin Wi-Fi y tardes frente al televisor esperando que caiga algún videoclip molón. Porque la belga, más que una intérprete, es un fenómeno transversal que, gracias a su admirable terquedad, logró que el francés sonara bailable, y que el europop tuviera dignidad más allá del cliché.
A diferencia de muchas estrellas nacidas del sintetizador fácil, Ryan hizo de la reinvención su sello: versionó a France Gall, abrazó el eurodance sin complejos y se movió entre idiomas como quien cambia de canción en una playlist. No cabe duda de que en su concierto escucharemos clásicos como Désenchantée o Ella elle l’a, pero si algo define a nuestra protagonista es su capacidad para hacer que lo conocido suene fresco, y lo fresco suene como si lo conociéramos de toda la vida. Ya ven que estamos ante una alquimista del hit con vocación de DJ sentimental.
Pero el espectáculo promete más que una sesión de nostalgia, es una cita con el desenfado elegante. Kate Ryan no necesita grandes escenografías ni acrobacias vocales para seducir. Su presencia escénica reside en la energía precisa y el magnetismo de quien sabe perfectamente lo que vino a ofrecer: una fiesta con memoria, un viaje sin jet lag a la orilla de los 2000. Y para los escéticos o quienes, simplemente, crean que el europop es cosa del pasado, conviene recordarles que lo kitsch, cuando se ejecuta con precisión suiza, nunca pasa de moda. Y es que la cantante no ha venido a revivir una época, sino a recordarnos por qué nunca se fue del todo. Y por qué –con o sin luces estroboscópicas– todavía necesitamos, de vez en cuando, bailar como si no existiera un mañana.