Qué mejor síntoma puede haber que, al empezar a hablar de su nuevo libro, Galeria de solituds (Nova Editorial Moll), a Gabriel Janer Manila (Algaida, 1940) lo primero que le salga sea reírse. «Es que es una novela muy divertida. Es una sátira en la que hay momentos de puro esperpento, a veces surrealista, con un juego temporal en el que se entremezclan las épocas», reconoce el autor. La obra, que ya está en librerías, se presentará el próximo 28 de septiembre, coincidiendo con la Setmana del Llibre en Català de Palma.
La narración empieza en una sala llena de retratos femeninos, cuando el protagonista cuenta cómo le dejó su mujer. Usted también tiene muchos retratos aquí, en su casa...
—Son personajes familiares que se han ido colando a través del tiempo. Mi preferido es el de una mujer vestida con un rebosillo. No sé quién es, puede que una tía mía...
El protagonista habla con esos fantasmas.
—Toda la casa es un poco fantasmagórica, con fantasmas que resucitan en su imaginación. Las mujeres de los cuadros le hablan, le riñen... Él solo tiene contacto con la criada, Dovima, una mujer extraña que, por cierto, salía en otra novela mía, en la que se suicidó. Ahora la he rescatado. Otro personaje que se repite es madame Tibon, una señora francesa que vivió en El Terreno y que tenía un burdel en París, donde las chicas precisamente le recomendaron que viniera a Mallorca.
Y usted, ¿habla con los cuadros?
—Me gusta imaginar la vida de los personajes aunque sean mentira. Los cuadros me emocionan, me conmueven. Este paisaje de aquí, por ejemplo, es un cuadro de O’neille, uno de los últimos pintores románticos, del XIX. Esta fantástica playa de Mallorca ya no existe. Ahora está llena de chalets y coches.
También hay un Miró...
—Conocí a Miró personalmente, cuando ya era muy mayor. Yo había sido amigo de su nieto, David, que murió muy joven. Le dolió mucho esa pérdida, lo amaba mucho.
¿De qué hablaba con él?
—De los colores, las formas.... A veces de cosas pequeñas que tenía en el estudio, como un siurell o un juguete de feria. Basta con decir que no dejaba que nadie entrara en su estudio cuando él no estaba. Excepto a David y a mí. Girábamos los cuadros de las paredes, porque lo que hacía él es que, cuando daba una obra por terminada, la giraba para, al cabo de años, comprobar su reacción al verlo. Así sabía si le seguía sorprendiendo el cuadro a pesar del paso del tiempo. Nosotros aprovechábamos su ausencia para ver esos cuadros girados.
Volviendo a la novela, aunque es divertida, el título es más bien triste... ¿Quería engañar al lector?
—Sorprenderle. Tenía otras propuestas para el título, como la frase del principio: Put the blame on Mame, boys!, una canción que sale en Gilda. Llegué a esta solución porque pensé que, en el fondo, quería destacar el desamparo en el que viven todos los personajes. Hay un momento en el que llega un monstruo marino, que resulta ser Mallorca.
¿Mallorca es monstruosa en la novela o cree que lo es en la realidad?
—Es monstruosa en el espejo cóncavo que yo he puesto. Quiero resaltar el aspecto grotesco y esperpéntico de la novela porque quería conseguir lo que planteaba Valle-Inclán: dentro de un espejo cóncavo la realidad se transforma y acentúa. Manipular las cosas hasta que se vean lo estúpidas y ridículas que son.
¿Qué es lo que más le fastidia?
—La mediocridad, la superficialidad con que la gente se conforma hoy en día y no tenga estímulos o ambiciones de progresar, de ir un paso más allá. No arreglaremos el mundo, pero sí podemos cambiar pequeñas cosas. Si una persona lee un buen libro, después de leerlo algo habrá cambiado en su mundo interior. Si eso se repite en muchos casos, la literatura, el arte y en definitiva la belleza estimula vivir de otro modo, a cambiar la mirada de la gente. Cabe preguntarse cómo miramos el mundo. Y para ello hace falta un proceso de educación, de formación. El problema es que si la gente no siente ese estímulo de querer cambiar y enriquecer su propia mirada, que no sea vulgar o la de siempre, todo seguirá igual.
Al principio parece que se mofa del pasado familiar...
—Quería hacer un relato burlesco, que el lector y yo fuéramos capaz de reírnos juntos de la realidad. En toda mi trayectoria he querido expresar mi malestar ante el mundo, pero finalmente me he desesperado y no sé si será o no la última novela que publique, pero sí es cierto que aquí me burlo del mundo, de sus contradicciones.
En ese caso sería una bonita forma de despedirse de la escritura, ¿no cree?
—Sí, sería terminar con una gran sonrisa.
Dice que tal vez sea la última novela que publique aunque, como sucede también en el amor, nunca hay que decir ‘para siempre’. ¿O sí cree en el amor eterno?
—Es que ‘para siempre’ pueden ser ocho días, quince, diez años... Pero sí, creo en el amor de toda una vida. Yo mismo llevo muchísimos años casado.
El amor, pero también el sexo, están muy presentes en esta historia. ¿Llegó a sentir pudor al escribirla?
—No. Pienso que se tiene que escribir con mucha libertad y mucho atrevimiento. Si no eres capaz de escribir con atrevimiento y riesgo, sin preocuparte por si alguien se enfadará... No puedes pretender ser complaciente. Si es así, mejor dedícate a otra cosa. Puedes hacer feliz a tus lectores cuando te leen, pero también tienes que hacerles pensar, inquietarles.
¿Es su caso, no es así?
—En mis libros siempre hay sátira, más o menos marcada, pero la hay. Aquí está en todo. Es como una gran fiesta, como la que se celebra en la novela, donde va gente extraña, artistas de cine, personalidades de la sociedad...
Volviendo a que tal vez sea su última novela, ¿tiene otros textos escritos?
—Tengo cosas empezadas, pero falta continuarlas. En Jaguar, la anterior novela, también me lo pasé muy bien. Una amiga mía que fue de viaje a Amazonia me dijo que se lo pasó mejor leyéndola que viajando allí. Tengo comenzado una novela muy corta, pero tengo que pulirla mucho todavía.