«Cuando llegamos a Duffys, la pequeña taberna de Kilkelly, nos habían preparado un altar de sándwiches. Al principio pensábamos que era para toda la gente que iba a venir, pero al preguntar nos dijeron que todo el pueblo ya estaba ahí y que los sándwiches eran solo para mi esposa y para mí», recuerdo divertido Juan A. Rodríguez sobre su visita a Irlanda. El escritor mallorquín, un apasionado del país celta, acaba de lanzar Tierra de rebeldía, secuela de Tierra de esperanza, novelas que forman dos de las tres patas de su trilogía sobre la historia de este país.
En 2020 publicó esa primera parte, ambientada en el siglo XIX y en la que explora cómo en plena hambruna de la patata millones de personas tuvieron o bien que emigrar para buscar una nueva vida o bien, directamente, perecer. Y todo surgió con una canción que hablaba, precisamente, de un pequeño pueblo perdido en el condado de Mayo en Irlanda. Ese pueblo, y esa canción, se llaman Kilkelly.
Rodríguez, que conoció esta canción por casualidad, descubrió con el tiempo que se nutría de las cartas que su letrista, Peter Jones, había encontrado en su desván y que fueron escritas por su trastatarabuelo irlandés. A partir de ahí tiró del hilo de la documentación y contó una historia dura, pero al mismo tiempo tierna, sobre un pueblo, el irlandés, del que es «es imposible no enamorarse».
Ahora se adentra en el siglo XX irlandés, quizá más turbulento todavía que el XIX, con Tierra de rebeldía, la secuela para la cual ha acudido a Irlanda en varias ocasiones para empaparse no solo del aroma, la historia, la cultura y el olor de la tierra de la que va a escribir, sino también para volver a Kilkelly. Eso sí, la visita al pequeño pueblo ha sido muy diferente. Le recibió el concejal de Cultura del condado de Mayo, John Caulfield, quien le dio una visita por el pueblo, acompañándole a la escuela en la que los personajes reales sobre los que escribió acudieron; también al colegio de Urlaur, y la pila baptismal en la que sus protagonistas fueron bautizados. Incluso el cementerio donde están enterrados algunos de estos personajes, la familia Hunt, a los que Rodríguez dio segunda vida en sus páginas.
Uno de los momentos más emotivos para Rodríguez fue ver la tumba de Patrick McNamara, el maestro de la escuela de Kilkelly que fue quien escribió las cartas que el padre de la familia Hunt, Bryan, quería enviar a sus hijos emigrados en los Estados Unidos durante la hambruna mencionada antes. Bryan, que era analfabeto, era incapaz de escribir, por lo que el profesor lo hizo por él, y esas cartas, con los años, serían halladas para acabar sirviendo de material para componer Kilkelly, Ireland, la canción que dio origen a todo esto. «Se me saltaron las lágrimas», confiesa Rodríguez que destaca lo emotivo que fue para él «estar frente a esa lápida y ver esa hierba tan verde que vieron alguna vez aquellos ojos», los de McNamara, y que ahora «veía yo. Fue como cerrar un círculo».
El pueblo, muy agradecido a Rodríguez por haber «dado a conocer su historia» fuera de sus fronteras, le recibió, pues, como un héroe y tienen un ejemplar de su novela colgado en el Duffys, la taberna del inicio de esta crónica, donde reposa junto a otras imágenes locales de las que los lugareños se sienten orgullosos. Tan orgullosos están que le dedicaron un altar. Aunque fuera de unos sándwiches que, por desgracia, no pudo terminarse de tantos que había.