La Copa se ha convertido en algo especial para el grupo de Cúper y todo su entorno. Las razones son obvias. Las secuencias de Mestalla y todo el trayecto que acabó abriendo las puertas del segundo gran éxito balear se mantienen casi intactas. De hecho, el recuerdo es imborrable y su influjo es perceptible a falta de pocas horas para que el Mallorca se estrene en la última entrega de una competición que admite pocos errores.
El eurotránsito del cuadro bermellón le ha dejado exento de las primeras cribas. Las gestas de Benidorm o UD Levante, entre otras cosas, han fulminado las aspiraciones de Tenerife, Extremadura, UD Salamanca, Alavés o el propio Oviedo, un buen puñado de equipos con galones de máxima graduación y para los que la Copa ya es un sueño imposible. El Mallorca, por su condición de subcampeón y toda una serie de argumentos estrictamente futbolísticos infunde respeto. Su candidatura está ahí y no necesita excesivas pruebas de solvencia porque su rastro en la Recopa y en la propia Liga española son un aval que reclama la atención.
Pero el bombo no ha sido generoso. El Betis, un conjunto construido a base de rúbricas sobre talones con muchos ceros, no anda fino pero casi nadie quería cruzarse con él en los octavos de final. Javier Clemente, un técnico cuyo manual se asemeja bastante al de Héctor Cúper, ha rescatado al equipo de las cavernas y le ha dotado de una consistencia defensiva sobre la que ha sustentado su ascensión.
Las lágrimas de Mestalla
El mallorquinismo vincula el nombre de Mestalla a una noche
extraordinaria, a un logro especial, a la épica, pero también a las
lágrimas. Sólo los penalties evitaron que el conjunto balear
consiguiera el primer gran título de su historia y el Barcelona
agrandara un poco más su hoja de servicios. Miles y miles de
aficionados se desplazaron por mar y aire a la capital del Turia
para dar aliento a su equipo, Carlos Roa lo paró todo y Valencia
entera se volcó con el Mallorca. Pero no pudo ser.