Comenta el escritor Juan Planas (Palma, 1956) que Las piedras del águila (La lucerna), su nuevo título, es el libro «más poético» que ha hecho, y curiosamente es en prosa. Eso es algo que le ocurre solo a quienes inhalan y exhalan poesía. Esta tarde, a las 19.00 horas, Planas presenta este nuevo título en la Casa del Libro de Palma, donde los interesados podrán charlar con él sobre la memoria y el lago de ficciones que forma la mente al tratar de recordar y, sobre todo, al contarnos a nosotros mismos las vivencias que experimentamos a lo largo de la vida. Un lago rebosante que puede desbordarse con la caída de la más mínima roca en su interior, aunque sea del tamaño y la forma de la más insulsa de las magdalenas al más puro estilo de Marcel Proust en En busca del tiempo perdido.
El libro arranca con una cita de Camus que dice que «cada generación tiene como tarea impedir que el mundo se deshaga», muy apropiada hoy en día.
— Las buenas citas no caducan y valen para entender tanto la gran historia de todos y como la pequeña de cada uno. Cada civilización se edifica sobre las ruinas de las anteriores y por ello no es extraño que, de jóvenes, queramos mejorar el mundo y que, ya de mayores, nos tengamos que conformar con mantener en pie lo poco que logramos construir. Vivimos entre ruinas, inevitablemente.
En el prólogo se dice que el libro es «inclasificable», ¿a qué se refiere exactamente?
— Aquí, inclasificable, es una etiqueta que busca no serlo. No me gustan las etiquetas. Este libro es el más poético de todos los míos y, sin embargo, es en prosa. Abarca todos mis temas de referencia: las relaciones entre el conocimiento y el lenguaje, el temblor del universo al ser nombrado, la incertidumbre y el insomnio de los días y las noches, la infancia y la familia, la muerte, la sombra oscura de Dios, el amor y, por supuesto, la belleza, Marilyn Monroe, la ciencia ficción del futuro o el pasado persiguiéndome por las calles de Nueva York o Palma, etcétera.
Dice que los temas son los que siempre trata, ¿es capaz de agotarse la escritura de un autor sobre los temas que le obsesionan?
— Todo se puede agotar, desde luego, cuando uno deja de añadir experiencias vitales a su vida, pero dudo que una sola vida baste para saciar la curiosidad que me mantiene expectante.
Se habla al inicio del libro del anhelo de la piedra que se sabe piedra o el perro que se sabe perro. Por oposición, ¿sabe el hombre que es hombre con todo lo que ello implica? O, dicho de otro modo, ¿es ese el gran reto del poeta: cogerle el tranquillo a ser quien es?
— ¡Ser uno mismo! Puede que esa sea la gran cuestión de todas las filosofías. ‘Ojalá llegues a ser quien eres' decía Píndaro y en esas seguimos. Hay un abismo entre la realidad y el lenguaje y en esa grieta llevamos desde siempre. Ya me he acostumbrado a ella.
Las piedras del título hacen referencia a unas rocas que tienen supuestas propiedades mágicas que podían retener o provocar el parto. ¿A qué se debe esta conexión?
— Pertenecen al ritual físico del nacimiento de un ser vivo, no importa si son aguiluchos o somos nosotros mismos. Me sirven para ilustrar la difícil tarea de la creación: creamos universos con palabras y luego no somos capaces de comprenderlos en su totalidad. Una paradoja interesante, creo.
El libro, además, posee un carácter intimista, parece un paseo por la memoria, pero en el capítulo New York, New York dice «la verdad y la mentira no importan en la memoria», ¿qué importa en ella pues?
— Todo importa, pero solo en su justa medida. No hay nada que deba importar demasiado. En mi libro he vaciado mi propia conciencia sabiendo que nada es inmutable, que la verdad y la mentira responden a unos parámetros fijos que, a veces, se quedan desfasados, obsoletos. Parece, en fin, que todo se transforma sin parar. Un optimista hasta diría que evoluciona. Pero visto el panorama actual –populismos, pandemias, guerras, sin olvidar la discriminación cultural y lingüística, especialmente aquí en Balears– no estoy nada seguro de que sea así.
Si uno se queda el tiempo suficiente fijándose en su torrente de recuerdos, ¿cree que puede acabar uno ahogado en él y convertirse en una suerte de recuerdo andante?
— La locura no es una opción, sino un fracaso. Es cierto que somos una extraña alianza entre tiempo y espacio, entre la idea del principio y la idea del final. No es fácil observar siempre el mundo con la suficiente lucidez y cordura, pero somos los dueños únicos del discurso y estamos obligados a mirar directamente a la luz y a mantener su mirada. Como los aguiluchos de Aristóteles.